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DIOS NI PUEDE NI TIENE QUE HACER JUSTICIA AL MODO HUMANO

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DOMINGO 29 (C)

Lc 18,1-8

Comentar las lecturas de hoy es complicado porque, entendidas literalmente, tenemos que concluir literalmente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito de la elección. El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. La 2ª: El mito de la inspiración. Ninguna Escritura tiene valor absoluto. La 3ª: el mito de la justicia de Dios. Dios no hará nunca justicia humana.

¡Cómo armonizar el relato de hoy con aquellas palabras de Jesús en el evangelio de Mt 38-42 y Lc 27-30! Si te abofetean en una mejilla, preséntale la otra; si te requieren para caminar una milla, acompáñale dos: si te quitan el manto, dales también la túnica; al que te quita lo tuyo, no se lo reclames. Esta es la justicia que Jesús predicaba. Nada que ver con la justicia humana.

Hoy es imprescindible atender al contexto. A continuación del relato de los diez leprosos que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre su última venida. Desde la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato cobra su verdadero sentido.

El relato trata de prevenir cualquier desánimo y el peligro de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado. Recordemos que la expectativa de un final inmediato, era el ambiente en que se vivió el primer cristianismo, pero las perspectivas nunca se cumplieron y todo el mundo se preguntaba qué había sido de las promesas de Jesús de su vuelta inmediata. 

A Dios no tenemos que pedirle nada, porque no puede darnos nada que no nos haya dado ya. Esto no quiere decir que la oración no tenga sentido, quiere decir que tengo que cambiar yo. Dios no puede cambiar en absoluto, es siempre el mismo y no puede adoptar posturas diferentes ante la realidad. Una vez más el antropomorfismo aplicado a Dios nos despista.

Si rezamos, esperando que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si esperamos que Dios cambie: malo, malo, malo. Y si termino creyendo que Dios me ha concedido lo que le pedía: rematadamente malo. Cualquier argucia es buena, con tal de no vernos obligados a hacer lo único que es posible: cambiar nosotros. 

La justicia divina se está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. Cuando pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe para restablecer un equilibrio. Para Dios todo está siempre en absoluto equilibrio, no necesita equilibrar nada. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca contra los opresores. 

En la Biblia “hacer justicia” es siempre liberar al oprimido. Ésta era la acción propia de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos favorables como acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal tenían que concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La verdad es que ante las mayores injusticias, entonces y ahora, Dios guarda silencio.

El silencio de Dios ante tanta injusticia me obliga a profundizar en la realidad que me desborda y a buscar la verdadera salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. La justicia la tengo que hacer yo en mí. La injusticia que me llega del otro no me debe hacer injusto a mí. 

Ni siquiera admitimos la posibilidad de entrar en la dinámica del evangelio. Todo lo contrario, tratamos por todos los medios de que Dios se acomode a nuestra manera de pensar y actúe como actuamos nosotros, machacando al injusto. La única manera de ser justo es no practicar ninguna injusticia. Este es el sentido que tiene casi siempre “justicia” en la Biblia.  No me deben preocupar las relaciones con Dios, sino mis relaciones de total entrega a los demás.

 

Fray Marcos

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