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LAS FIESTAS DEL REALISMO DE LA ENCARNACIÓN… CUERPO… SANGRE… CORAZÓN

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En estos días, la liturgia nos conduce a través de dos fiestas un tanto peculiares, a primera vista difíciles de descifrar y casi pertenecientes a otro tiempo y quizá a otra fe: la fiesta del "Corpus Christi" (el pan consagrado, signo vivo y real de la Eucaristía celebrada) y la fiesta del "Sagrado Corazón de Jesús" (del que manaron "sangre y agua", en la cruz)

Si vamos más allá del lenguaje, es más, si nos adentramos en él, descubrimos que la realidad de estas dos fiestas es profundamente antropológica: la experiencia cristiana -que tiene su origen en un misterio de encarnación- no se contenta con ofrecer palabras y rituales, vislumbres del Cielo y gestos "sagrados", sino que se contamina con la verdad de nuestra existencia. Y estamos hechos de carne, sangre, corazón, alimento que nos alimenta y se convierte en signo profundo de compartir y cuidar, de don recibido y ofrecido. 

El hecho de encontrar -al comienzo de nuestro camino espiritual- el gesto de Cristo que se toma a sí mismo, totalmente, y se hace buen pan (y vino) para nuestra existencia, que ama hasta consumirse, hasta no guardarse nada, y que -cada vez que nos encontramos en su nombre- rompe la eternidad de Dios en las migajas de nuestra finitud, nos ayuda a no caer en el engaño de pensar que la fe es ante todo un ejercicio de virtud, una valentía para realizar actos "que Dios quiere", una voluntad que se doblega y se somete a Alguien que percibo por encima de mí, confusa, impersonalmente. 

Al principio está la obediencia: no la obediencia intelectual o mecánica, sino la de ser amado, llamado, convocado. La obediencia de no haber elegido, sino de haber sido elegido. La obediencia de encontrar un don que nos precede, un alimento que nos nutre y nos reclama como esencial, necesario. 

En esta obediencia, en este estar sobrecogidos por el Amor que Jesús nos muestra, sentimos la profundidad del alma de Dios, que se derrama en el alma de su Hijo, que nos inunda con el don del Espíritu. El corazón de Jesús no es sede de buenos sentimientos, sino de decisiones, de libertad que arraiga y da fruto, de pasión que se abre al dolor y a la fragilidad del ser humano y no se deja avasallar, sino que con humildad se pone al servicio. 

El discípulo mira a Jesús, a las manos que acarician, curan, consuelan; que parten el pan y derraman el vino, que están clavadas. Y ve el corazón del Hijo del hombre que le llama a tener un corazón grande, no temeroso, no acorazado, no "esclerótico". Como se lee en la encíclica Deus Caritas est: "Toda la actividad de la Iglesia es expresión de un amor que busca el bien integral del hombre. No es una agenda corporativa, sino una necesidad, una urgencia. Es ser transformados y no poder escapar a la Palabra que nos envía. Es carne, sangre, corazón. Es sobreabundancia de vida". 

Estamos contigo, Maestro, como los discípulos de Emaús, recorriendo los caminos de la historia. Tú nos haces descubrir el verdadero sentido de nuestro vivir, nos invitas a quedarnos contigo para descubrirte como amor que se entrega. Te buscamos Maestro, queremos encontrarte en las pequeñas cosas de nuestra vida, alcanzarte todas esas veces en que pareces lejano. Te buscamos, te anhelamos, y en cambio estás aquí, habitas en ese lugar que tan poco conocemos de nosotros: nuestro corazón. Un corazón cansado, distraído, que hemos convertido en piedra. Tú, en cambio, lo conoces y te compadeces de él: conoces nuestros miedos, nuestras limitaciones, nuestras incoherencias, nuestras debilidades. Nos acoges así, sin pedirnos nada, te haces nuestro compañero de camino: ¡te haces pan para nosotros! Te rogamos, Señor: permítenos que, al presentarnos ante ti hagamos sitio a tu presencia. Que también nuestros corazones se inflamen y sepamos reconocerte siempre en los caminos de la vida.

 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

kristaualternatiba.blogspot.com

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