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VOLUNTARIOS, EXPERTOS EN HUMANIDAD

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Los conozco desde hace años. Los vamos a llamar Pepe y Pepa. Son un matrimonio normal y corriente, bien avenidos. Los hijos ya son mayores, ya volaron del nido. Él está jubilado y la salud de los dos es buena dentro de unos límites razonables. Y además son voluntarios.

En su caso no esperaron a jubilarse. Hace años, muchos años, que los oigo hablar de que un día a la semana van al comedor de las “apostólicas”. Ese día está reservado desde siempre. Las demás actividades tenían que ser aplazadas porque las “apostólicas” tenían prioridad. La curiosidad me fue llevando a preguntarles quiénes eran esas “apostólicas”. Parece ser que ella de joven, en su tierra natal, estuvo interna en una residencia de esas religiosas durante el tiempo de sus estudios universitarios. De eso hace ya mucho. Pero algo debió quedar porque, con el paso del tiempo, ya en Madrid y casada, volvió a entrar en contacto con ellas y empezó a ir al comedor social que regentaban. Allí se acogía a los que no tenían un lugar para comer ni para estar durante el día, a los que vivían en la calle. Y allí se dispuso a echar una mano como voluntaria. Desde el principio, acompañada por su marido. Los dos voluntarios.

Los dos cumplen a la perfección la definición de voluntario: “Voluntario es la persona que, por elección propia, dedica una parte de su tiempo a la acción solidaria, altruista, sin recibir remuneración por ello.” Qué mejor forma de ser voluntario que dando de comer a los que carecen del alimento necesario. Eso es lo que hacen mis amigos.

Pepe y Pepa son nombres ficticios pero no son imaginación mía. Son realidad. Existen. Hoy es el día en que siguen yendo una vez por semana al Centro de Día de la Fundación Luz Casanova. Por lo que me han ido contando y he entendido es un comedor social cualificado. Es algo más que un lugar donde se dan comidas. Allí se le proporciona a la gente de la calle desde la oportunidad de darse una ducha hasta la ayuda profesional y el acompañamiento necesario para intentar salir de esa situación, para salir de la calle.

Una vez por semana. Eso es lo que hacen: dedicar una mañana de su tiempo a estar con esas personas que por muy diversas y generalmente complejas razones han terminado ahí: en la calle. Una vez por semana dejan el bienestar de su casa, su zona de comodidad, para acercarse a esas otras personas y tratar de hacer algo en su favor. Y sin cobrar dinero a cambio. No hay salario. Por no cobrar no cobran ni el billete del metro que les lleva desde su casa al Centro de Día.

¿Son Pepa y Pepe personas raras y por eso son voluntarios? No tengo esa impresión. Es más. Me da que hay muchas personas con este tipo de rareza. Me viene a la memoria un día que fui al médico de cabecera en el Centro de Salud. Estaba en la sala de espera cuando apareció una chica joven, muy normal en su forma de vestir en lo que son las chicas jóvenes de hoy (para entendernos, sus pantalones vaqueros tenían agujeros por todas partes porque ya se compran así). Estuvo hablando con la recepcionista. Oí como decía que venía a ponerse unas vacunas porque se iba a ir de voluntaria a no sé qué país de África los meses de verano. Me quedé con ganas de hablar con ella. Pero, repito, lo que más me llamó la atención es que era una chica normal. No se habría diferenciado mucho de cualquier grupo de jóvenes saliendo de un bar o con la mochila camino de la universidad o del trabajo.

Me acuerdo ahora de un universitario que conocí hace unos pocos años. De buena familia, con posibles. Buen chaval y compañero. Pero pocos sabían que una o dos tardes a la semana iba a un hospital para niños, se metía en la sala donde estaban los enfermos de cáncer y pasaba con ellos unas horas. Aquel voluntariado le había costado hacer un curso de formación y comprometerse seriamente. No era fácil y hay que ser fuerte para estar cerca de esas situaciones.

Y en la mente tengo a Pilar, viuda, sin hijos y con ganas de hacer algo. Va a empezar a echar una mano también en una casa para niños. También voluntaria. También ha dado un paso al frente. También quiere ayudar sin pedir nada a cambio.

Podría seguir así con más ejemplos. Seguiría diciendo que son personas normales. Pero no podemos negar que algo tienen esas personas que nos llama la atención, que nos saca de nuestras casillas, que nos descoloca. Quizá porque hacen lo que a nosotros nos gustaría hacer. Quizá porque han dado el paso al frente que nosotros no nos atrevemos a dar.

O, quizá, más sencillo, porque de forma intuitiva han dado los cinco pasos que se encuentran en una interesante página web que se llama precisamente www.voluntariado.net, y que recomiendo visitar. Los pasos de que se habla en esa web son los siguientes:

– Pensar. Lo primero es echar una mirada adentro de cada uno. ¿Quiero hacer algo? ¿Y por qué me voy a levantar del sillón donde estoy tan cómodo? Hay que tener claras las motivaciones no vaya a ser que confundamos el voluntariado con una ventolera y el servicio dependa de cómo me sienta hoy o no me sienta mañana. El voluntariado es compromiso serio y constante en el tiempo. Por eso es importante conocer cada uno sus propias motivaciones. Para recordarlas en los momentos de desánimo. En esos momentos en que uno se termina preguntando “¿Quién demonios me obliga a hacer esto?”

– Mirar. El voluntario es una persona que sabe mirar. Eso es lo segundo. Hay quien pasea la mirada por el mundo que le rodea sin ver nunca más allá de su nariz, de su ombligo, de sus propias necesidades. El voluntario mira a su alrededor, distingue personas y su condición, personas y sus problemas, personas y sus necesidades. Se da cuenta de que no es oro todo lo que reluce y que si mira atentamente siempre hay un lugar donde echar una mano. Lee el periódico, ve la televisión, sale a la calle y se inquieta porque le duele el dolor de los que sufren, porque sabe que son sus hermanos. Eso de la solidaridad y la fraternidad, de sentirnos todos miembros de la misma familia humana, tiene mucho, muchísimo, que ver con el voluntariado.

– Valorar. El voluntario también es realista. Este es el tercer paso. Es muy consciente de sus posibilidades reales, de sus capacidades. No se deja llevar por idealismos imposibles y nebulosos. El voluntario se mueve a ras de tierra. Sabe que no puede hacerlo todo. Ve muchas necesidades y muchos problemas pero entiende que no puede solucionarlos todos. Como se conoce a sí mismo, sabe lo que puede aportar y lo que no. No se trata de prestar servicios importantes. Todos son necesarios. Y cada uno puede aportar lo suyo. En ese juego de manos en el que todos aportan es donde se consigue crear una red de solidaridad capaz de hacer que nadie se quede fuera. El voluntario sabe que tiene que trabajar en equipo y que en el equipo cada uno tiene una función. No todos valen para todo. Pero todos son necesarios. Desde el que pone una bombilla hasta el que escucha pacientemente. El voluntario se pregunta a sí mismo: ¿qué puedo hacer? Se lo pregunta de una manera realista. Y se da la respuesta adecuada.

– Tomar contacto. Aquí viene el cuarto momento. Sabe que quiere echar una mano y sabe por qué lo quiere hacer. Ha hecho examen de conciencia y sabe lo que puede aportar y lo que no. Y sabe, muy importante, que en este asunto lo mejor es trabajar en equipo, que la acción individual no da mucho de sí, que un grupo colaborando puede ser mucho más eficaz que el mismo número de personas trabajando cada uno por su cuenta. Y que para mantener firme la red que hace posible que nadie se quede fuera de la sociedad hacen falta muchos brazos. Por eso, el voluntario busca organizaciones de voluntariado, se informa de su funcionamiento, de sus objetivos, se forma en el campo en que va a trabajar –porque no basta sólo con la buena voluntad–. Y hace esfuerzos por adaptarse a la realidad del trabajo serio en equipo. Porque lo que está en juego no es una diversión ni la satisfacción de las propias necesidades afectivas (eso de “sentirse útil”, colocándose así muy sutilmente en el centro de la relación) sino las necesidades, los problemas, los dolores de aquellos a los que en la sociedad les ha tocado la peor parte.

– Participar. Al final, llega la conclusión. El deseo de ser voluntario se tiene que concretar en unas horas, en unos días, en un trabajo concreto. Es un compromiso de vida. Sin llegar a ese tiempo concreto de voluntariado, todo se habría quedado en una especie de sueño inútil. No basta con tener un discurso muy solidario. Para ser auténtico, ese discurso se tiene que concretar en algo, en una entrega vital. Hay personas que contribuyen económicamente a este tipo de proyectos. Tiene su valor. El voluntario contribuye de otra manera. Posiblemente con lo más valioso que tiene: su tiempo enmarcado en un trabajo en equipo, en una organización concreta.

¿Saben lo mejor de todo? ¿Recuerdan que al principio hemos dicho que el voluntario es “la persona que, por elección propia, dedica una parte de su tiempo a la acción solidaria, altruista, sin recibir remuneración por ello.” Algo tiene de mentira esta definición. Es verdad que el voluntario no recibe ninguna remuneración económica. ¡Faltaría más! Pero no es verdad que no reciba ninguna remuneración. Eso no es verdad.

La mera verdad es que estoy seguro de que, si hiciésemos una encuesta entre los voluntarios, el cien por cien de ellos nos dirían que reciben mucho más de lo que dan, que se sienten muy bien recompensados, que curiosamente al regalar su tiempo reciben a cambio algo mucho más valioso y que es lo que, al final, les termina motivando a seguir en su compromiso: es el encuentro con las personas en el que, aunque sea difícil de expresar, todos terminan recibiendo más de lo que dan. Quizá porque el voluntario, renunciando al dinero, al intercambio material y económico, entra en otro tipo de intercambio mucho más enriquecedor, al sentir y realizar la unidad profunda de las personas, de todas las personas. Eso que hace que más que individuos seamos humanidad. Y eso sí que vale la pena.

 

Fernando Torres Pérez

Eclesalia

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