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EL ARTE DE HACER POSIBLE EL IDEAL

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A la conocida expresión “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, añade Carlos Díaz “también la ausencia de participación en el poder corrompe siempre”. En primer lugar, claro, a quienes impiden u obstaculizan que los ciudadanos puedan participan en el poder, porque mermaría el suyo. Pero también, y esto se olvida, a quienes abdicando de su condición de ciudadanía, se refugian egoístamente en su vida privada, como si la política no fuera con ellos; o porque de forma cínica sostienen que los problemas sociales no tienen solución o porque alientan las variadas formas de caudillismo, esperando que el salvador o salvadores de la Patria hallen el remedio a todos los males. También están los que cobardemente no se atreven a enfrentarse con los tiranos que les privan de sus derechos ciudadanos.

Por escrúpulos puristas hay quienes desisten de participar en política, para no mancharse con la podredumbre que inevitablemente la corroe. Quienes así actúan olvidan que, como recuerda Teófilo González, “el hombre sólo puede mantener sus manos limpias, al precio de tenerlas vacías, y que tenerlas vacías es ya un modo de tenerlas manchadas”.

Cuando las personas responsables afrontan la decisión de participar en la vida pública, son muchos y variados los ámbitos que se abren para la acción: vecinal, cultural, cívico, organizaciones profesionales…y los partidos políticos. Deben hacerlo con el ánimo de servir al bien común, en forma inteligente y eficaz. Lógicamente con una pluralidad de posibilidades en cada uno de eso ámbitos, como corresponde a una sociedad democrática y no totalitaria. Pronto se darán cuenta de que a su lado se van a encontrar con otras personas, que olvidan la vocación de servicio al Bien Común, y buscan su provecho individual en un carrerismo de trepas, que desgraciadamente, se dan en todos los grupos. ¿Cómo evitarlo, pues además son proclives a ser corrompidos y apoyados por grupos de presión? Sólo la transparencia y el control desde las bases de las organizaciones pueden disminuir el riesgo. Pero mientras el caudillismo y el control jerárquico de los dirigentes ahoguen la libertad interna, la ponzoña de ese mal dominará el sistema.

La democracia que hoy conocemos tiene muchas taras que la lastran. Una de ellas, muy grave, el intento de los partidos políticos de acaparar monopolísticamente toda la vida pública. Lo hacen por varias vías: coartando la creación o el desarrollo libre de las organizaciones de la sociedad civil; y otras más sofisticadas, como: creando unas para que sean correo de transmisión de sus intereses a las que favorecen descaradamente o comprando con subvenciones generosas a las que no lo controlan para que no alcen críticas a su gestión.

Hay una pregunta mal resuelta que cuestiona la amplitud de la libertad de opciones. ¿No debe haber ningún límite o la democracia debe prohibir a quienes intentan destruirla, a quienes pretenden acabar con la libertad de los demás, a quienes predican la discriminación de los diferentes o incitan al odio contra ellos? Ni los medios justifican los fines, ni los fines hacen buenos cualesquiera medios. La respuesta no puede ser teórica, sólo cabe atenerse a la prudencia y establecer reglas consensuadas mayoritariamente, con las debidas garantías jurisdiccionales. Pero desde luego, más allá de las libertades de expresión y asociación, la comisión de hechos que atenten contra la dignidad, la vida, o la libertad de las personas, debe ser sancionada con todo el peso de ley y sus responsables, individuales o grupales, llevados ante los tribunales.

La política, además de una noble tarea, es todo un arte. El arte de hacer posible el ideal. Por ello, no cabe en ella ni el voluntarismo ciego de quien crea que desde el Boletín Oficial del Estado se puede cambiar la realidad de la noche a la mañana, o de quienes se refugian en un cómodo quietismo a la espera de que el tiempo o la divina Providencia arreglen los problemas.

Pero también en la esfera pública como en la privada, se precisan corazones en paz. Personas que saben que para implantar la justicia, necesitan ser justas ellas mismas primero. Personas que respetan a las personas, sea cual fuere su ideología, su condición social, su identidad u orientación religiosa, sexual, étnica… Que no maldicen sino que emplean el lenguaje para bien decir… Personas capaces de poner a las personas concretas por encima de las ideologías, de ver a quienes no comparten sus puntos de vista no como enemigos, sino como rivales, dotados de tan buena voluntad como ellas, para intentan resolver los problemas de la comunidad. Personas que buscan la verdad y la justicia, no empleando el lenguaje para manipular o engañar, no cegados por el sectarismo. Capaces de reconocer sus errores y de llegar a acuerdos en beneficio de los más necesitados. ¿Conocemos a muchas personas de esta categoría? ¿No son los verdaderos demócratas, los auténticos ciudadanos, aquellos seguidores de Jesús que ejercen la virtud de la caridad en el terreno de la política?…

 

Pedro Zabala

Eclesalia

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