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LOS DOS CÓNDORES

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condores

 

Había visto por primera vez un cóndor en el zoo de Québec. Se veía triste en su prisión. Acababa de llover (como sucede a menudo en Québec) y el pájaro de penoso aspecto, erguido sobre un remedo de roca, había desplegado sus grandes alas para secarlas al sol. Su cabeza me había parecido repulsiva pero sus alas me impresionaron: más de tres metros de envergadura.

Pasaron varias décadas y había olvidado a los cóndores, pero volvieron a mi memoria cuando llegué a la Argentina. Oí hablar entonces de una misteriosa "Operación Cóndor" en lo que creí al principio se trataba de una especie de safari para cazar cóndores. En realidad me asombraba, pues ese gran pájaro carroñero de la cordillera de los Andes estaba registrado como una de las especies protegidas. Pero la verdad era otra y ciertamente mucho más feroz. Se trataba, nada más y nada menos, que de una organización criminal altamente sofisticada creada por carroñeros mucho más peligrosos que los cóndores. Se trataba de una empresa de los dictadores más poderosos del continente; Pinochet era su cerebro. El objetivo de la organización era acosar a los opositores de estos regímenes dictatoriales hasta en los países en los que habían logrado refugiarse con el objeto de eliminarlos sin la menor piedad. Muchos crímenes espantosos se cometieron de ese modo.

Me fastidiaba el que los genocidas hubieran elegido al cóndor como símbolo de su criminal organización. Porque el cóndor es un pájaro sagrado. Según el mito es el alma del Inca, que más allá de los siglos y de la muerte continúa protegiendo contra sus predadores a los pueblos andinos. Todos los oprimidos de estas culturas milenarias ven en él un símbolo de liberación y le profesan un verdadero culto. Pero pronto me vi desencantado cuando hallándome más tarde en las montañas de Tilcara, a unos 4 mil metros de altura, vi planear, por primera vez, un cóndor majestuoso en el cielo azul. Estaba extasiado, como Cristóbal Colón cuando sus ojos vieron surgir en el horizonte los primeros cocoteros de América. Para estar más seguro consulté a Antolín, mi buen y fiel baquiano.

- ¿Aquello es un cóndor?

- Sí, mi padrecito.

- ¡Qué maravilla!

- No, padrecito.

- ¿Cómo no? Es el pájaro más grande del mundo, el alma del Inca, mensajero del dios Sol, el sagrado protector de los pueblos de los Andes.

- En absoluto, padrecito, si yo tuviera un fusil lo mataría.

- Vamos Antolín, no me estás hablando en serio.

- Cómo no, lo mataría. Pero los benditos militares nos han sacado nuestras armas (escupió con rabia). Ahora no podemos defendernos de esos endemoniados pájaros.

La dictadura militar había desarmado efectivamente al pueblo, con el pretexto de combatir la criminalidad y proteger la fauna, pero en realidad era para impedir que el pueblo se armase en su contra.

Por lo que veo, Antolín, parece que no quieres mucho a los militares. Te felicito.

Escupió nuevamente y me respondió:

- Los militares son exactamente como estos malditos cóndores. Son rapaces, ladrones, sanguinarios, cerdos!

- Estoy totalmente de acuerdo contigo, Antolín. Los militares están tratando de asesinar a la Argentina y a los países vecinos. Pero ¿los cóndores?

- Los cóndores matan nuestras vacas, nuestras ovejas, nuestras llamas. Son astutos, ladrones, hipócritas peligrosos como Videla, Pinochet y los demás...

Antolín se puso colorado.

- Imagínate, padrecito, que estos cochinos pájaros que viven de carroña sienten un apetito feroz por los terneros. Su olfato es diabólico. Desde lo más alto del cielo un cóndor puede detectar a una vaca que está por parir. Cuando llega el momento la asusta, precipitándose sobre ella como una tromba hasta hacerla huir y alejarse de la tropilla. Una vez aislada, apenas está por nacer el ternero, se precipita nuevamente sobre ella y entonces en pleno vuelo, sin detenerse, atrapa la naciente criatura con sus garras y la va a botar sobre un peñón donde la deja descomponer para luego devorarla.

Antolín, volvió a escupir y continuó su relato con una mirada llena de malicia:

- Pero no hace mucho tiempo, padrecito, yo y mis vecinos sacamos nuestra revancha. Dos cóndores habían logrado hacer caer a una de nuestras vacas en un profundo barranco. La vaca había muerto con el golpe. Poco después estaba putrefacta. Incapaces de levantar la carcasa para llevarla a algún alto, los dos pájaros decidieron devorarla allí mismo. Uno de los nuestros se dio cuenta de la situación y sin hacer ruido alertó a los demás vecinos. Todos los habitantes de la zona, hombres, mujeres, niños se armaron con palos y acudieron al lugar. Cuando vieron a los dos cóndores dándose una panzada en el fondo del barranco, se dijeron: "¡Los pillamos!, ¡Están hechos!" Lo que pasa, padrecito, es que los cóndores no pueden emprender vuelo desde el suelo como los demás pájaros. Sus alas son demasiado pesadas. Siempre necesitan lanzarse al vacío desde un lugar muy alto para poder volar. De modo que cuando vimos a los dos cóndores en el fondo de la quebrada, estuvimos seguros de que les había llegado su última hora. Bajamos todos hasta allí gritando. Al vernos, los cóndores trataron de huir, pero no pudieron ir muy lejos. Tenían una panza enorme y las alas les trababan las patas. Se precipitaban golpeando sus cabezas contra los costados del barranco y caían hacia atrás como borrachos. Nos arrojamos todos al mismo tiempo sobre ellos y a bastonazos los aplastamos como a chinches.

Antolín saboreaba aún su victoria. No creo que Napoleón, después de Austerlitz, debió conocer goce más perfecto.

Muchas veces, remedando más o menos bien al inimitable Antolín, he contado esta historia para explicar que cuando se es muy glotón y uno se atiborra la panza y se llena los bolsillos chupando sin escrúpulos la sangre de los más pequeños, los más débiles, los más pobres, se corre siempre el riesgo de terminar como los dos cóndores, al fondo de un pozo, prisionero de la carroña que uno mismo ha fabricado, y de morir sepultado allí. Con esta historia he ilustrado muchas veces la siempre clara palabra de Jesús: "Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios (Mt 19,24).

Pienso ahora en las rocambolescas tribulaciones de los últimos años de vida del viejo Pinochet... O en el brutal final de Trujillo, Somoza, Ceaucescu, Mussolini, Hitler, Saddam Hussein, Gadafi y "tutti quanti"... Pienso en la suerte que les tocó a los PDG de Enron, a Madoff y otros ángeles de la misma comparsa. O a tantos chorros como tenemos en todos los países del mundo.

Pienso en los mafiosos, abusadores de todo calibre que han pasado a menudo por santos o por héroes y se pudren actualmente en un calabozo. Me recuerdan a los dos cóndores del fondo del barranco reventados por los golpes de Antolín y sus amigos y me consuelo con que haya todavía algo de justicia en este mundo, aunque, comparada con lo que debería ser, dicha justicia no sea más grande que un granito de mostaza.

 

Eloy Roy

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