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LA IGLESIA Y LOS DERECHOS HUMANOS

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La editorial Desclée de Brouwer ha publicado recientemente un libro que he preparado con interés y esmero durante varios años. Se titula "La Iglesia y los derechos humanos" (193 págs.).

Este asunto me ha interesado tanto porque creo que contiene una de las claves que mejor explican muchas de las cosas que están ocurriendo en la sociedad y en la Iglesia. El hecho es que a estas alturas, cuando han pasado cerca de 60 años de la Declaración de los derechos humanos (10.12.1948), la Iglesia católica no ha aceptado los contenidos fundamentales de esa declaración. Y no los ha aceptado ni como Estado (el Estado de la Ciudad del Vaticano), ni en cuanto que es una de las confesiones religiosas más importantes del mundo.

Los católicos deben saber que el Vaticano, como Estado asociado a Naciones unidas, no ha firmado todavía ni el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ni el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobados en la Asamblea General de la ONU el 16 de diciembre de 1966. Estos dos Pactos y la Declaración de 1948 se convirtieron en cuerpo legal, obligatorio para los Estados firmantes. Esto quiere decir que la Iglesia católica, como Estado, no ha aceptado aún los derechos humanos, uno de los logros más grandes de la humanidad en el siglo XX. Tampoco ha admitido la Iglesia los derechos de las personas en su organización interna.

Es verdad que la Iglesia se rige por el Código de Derecho Canónico, en el que se habla de derechos y deberes de los fieles. Pero si todo eso se mira desde una mentalidad propiamente jurídica, en realidad es letra muerta. Los juristas insisten en que un derecho es verdaderamente tal cuando su obtención no depende de la buena voluntad de los demás, sino de que el sujeto de ese derecho pueda demandar judicialmente a quien lo incumple. Sólo tiene derecho a algo el que, si se ve privado de aquello a lo que tiene derecho, puede poner una denuncia ante un juzgado, con garantías de obtener éxito en su demanda.

Ahora bien, en la Iglesia no existe esto. Porque todo el poder está concentrado en un solo hombre, el papa, cosa que aparece claramente dicha en los cánones 331, 333, 1404 y 1372. La Iglesia católica es la última monarquía absoluta que queda en Europa. Lo cual quiere decir dos cosas:

1) El Estado de la Ciudad del Vaticano no reconoce ni acepta los derechos humanos, por más que los papas, desde Juan XXIII, vengan exhortando a los demás a su fiel cumplimiento.

2) La Iglesia no reconoce derechos, en sentido propio, a su fieles, lo que quiere decir que los católicos somos "creyentes sin papeles", es decir, si nos vemos agredidos en nuestros derechos por la Institución Eclesiástica y sus autoridades no tenemos ni a dónde ni a quién recurrir para exigir derecho alguno.

Este hecho nos enfrenta a un problema jurídico de primera importancia. Porque nos viene a decir que los Estados que tienen su embajada ante el Estado de la Ciudad del Vaticano deben ser conscientes de que mantienen relaciones diplomáticas con un Estado que no es, en sentido propio, un Estado de derecho.

Un Estado que, como es patente, no tiene poder económico y militar determinante en las relaciones internacionales, pero que sigue teniendo un poder sobre las conciencias de muchos ciudadanos y, por tanto, un poder ético y mediático que muchos gobiernos siguen considerando de primera importancia.

Por eso parece razonable pedir a los estudiosos del derecho internacional y constitucional que presten más atención a los frecuentes problemas que suelen plantear las religiones (concretamente la Iglesia católica) en no pocos asuntos relacionadas con el derecho.

Sin embargo, no es esto lo más importante en este asunto. Lo más serio que se plantea a partir de lo dicho es el problema teológico. La creciente importancia que van logrando los derechos humanos en la opinión pública está poniendo en evidencia que la teología católica, especialmente la eclesiología, no ha querido o no ha sabido afrontar el problema quizá más grave y más urgente que tiene planteado en este momento. Se trata del problema de cómo se puede y se debe ejercer el poder en la Iglesia.

A la teología católica le ha interesado, durante siglos, quién puede y debe ejercer el poder en la Iglesia. Pero no le ha interesado en la misma medida precisar cómo se debe ejercer ese poder, si es que pensamos este asunto desde el Evangelio. Porque sabemos que Jesús prohibió a sus apóstoles ejercer el poder como lo ejercen los poderosos y gobernantes de este mundo (Mc 10, 43 par). Pero hoy nos encontramos con la curiosa contradicción de que los poderes democráticos de este mundo respetan los derechos de los seres humanos como no los respeta el sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la tierra.

En consecuencia, hay que decir con toda claridad que el papa no tiene poder para actuar de manera que, de hecho, prive a los fieles católicos de sus derechos más fundamentales. No es, por tanto, ni una falsedad ni una exageración afirmar que el papado está cometiendo un abuso de poder para el que no está legitimado.

Pero hay más. Lo que acabo de explicar nos lleva derechamente al problema de fondo que se oculta en todo este asunto: ¿En nombre de qué Dios y con qué autoridad presuntamente divina se puede privar a los seres humanos de sus derechos más fundamentales?

Mientras la Iglesia no responda a esta pregunta y mientras no resuelva este problema no tendrá credibilidad ni, por tanto, podrá cumplir con su misión y su razón de ser en este mundo.

Este libro, argumentado desde la documentación histórica y jurídica pertinente, pretende ser una introducción al estudio de cuestiones que obligan a la teología católica a repensar seriamente algunos de sus planteamientos más tradicionales, considerados como intocables.

 

José María Castillo

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