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ACTIVEMOS EL PARÓN VERANIEGO

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No hace tanto que el verano era sinónimo de recogida de la cosecha, más que tiempo de descanso. Siguiendo el curso escolar (de septiembre a agosto), la estación veraniega resulta propicia para un sano parón y para hacer recuento de nuestra propia cosecha.

Lo mejor de todo es que mientras nosotros descansamos, Dios no descansa en su amor. Dormimos mientras Dios vela por nosotros. Qué paz interior cuando siento estas realidades. El Espíritu no descansa y vela siempre, no solo por mí; lo hace por todos y por todas, grandes y pequeños, buenos y no tan buenos. En vacaciones, Dios sigue de guardia sin desmayar en su amor incondicional. Esta es nuestra fe que azuza al compromiso para ser instrumentos de paz y descanso para otros.

Estamos en un tiempo propicio para la introspección, acostumbrados como estamos a vivir “hacia fuera”, hiper estimulados más que nunca desde que la tecnología nos acerca a casi todo con un sencillo clic en el móvil. En este sentido, tiempos de descanso como el verano, pueden actuar como un cuchillo: que sirve para cortar el pan o para cortarnos un dedo. Depende de cada cual estimularse todavía más de fuera hacia dentro, o respirar espiritualmente desde un ejercicio de interioridad.

Nuestra cultura propicia la intrafobia o incapacidad -¿miedo?- para dialogar con las capas menos superficiales de nuestro interior, algo necesario para encontrarse con la esencia íntima personal; tememos a nuestras propias reacciones, aunque puedan ser sorprendentemente liberadoras. Miedo a las emociones por no haber practicado la introspección; o pereza por recuperar actitudes de oración, en el caso cristiano. Las causas pueden ser numerosas, lo importante no es detenerse ahí sino repensar la vida desde adentro, día a día, no desde fuera. A pesar de la cultura líquida, se constata una sed cada vez mayor de interioridad ante tanta insatisfacción. Y se vuelve la mirada a la atracción de los valores espirituales, sobre todo el potencial que el amor tiene como fundamento humano esencial.

Está de moda la meditación, bastante más que la oración. Hemos dejado de creer en su valor de relación amorosa, transformadora. Esa sed de autenticidad, desde el corazón humano, ha propiciado muchas experiencias que buscan llegar al interior, como ocurre con la oración, donde la vulnerabilidad aceptada se convierta en creatividad; porqué no, si nos aceptamos en el amor que Dios nos tiene para impulsarnos hacia la mística del compromiso.

Leo en el último número de la revista franciscana Arantzazu una reflexión de Orla Hasson, experta en liderazgo, sobre la meditación. Ella nos dice que “una oracioncita de mañana y noche no es suficiente para centrarme en tiempos inciertos”. Y de seguido, recuerda el consejo del neurocientífico Andrew Newberg sobre los beneficios de sentarte a observar y conectar con una imagen de Dios amorosa y generosa. Según él, esta introspección puede reducir los niveles de ansiedad y depresión, así como aumentar niveles de seguridad y amor en las personas.

Más adelante, Hasson confiesa que la contemplación ignaciana “siempre es mi preferida” y propone 12 minutos al día de introspección. Lo importante es escribir, apuntar y “digerir descubrimientos y avances” en nuestras actitudes y conductas.

El problema pues, no es solo que la ciencia no piensa, como dijo Martin Heidegger. Tan peligroso como esa tecnocracia bien visible, es la superficialidad engañosa que nos convierte en adolescentes perpetuos.  

Feliz agosto a todos y todas.

 

Gabriel Mª Otalora

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