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EL PUEBLO DE DIOS, PROTAGONISTA DEL SÍNODO. PERO ¿QUÉ PUEBLO?

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Este Sínodo de la sinodalidad no quiere fundamentar sus decisiones en la autoridad del Papa o de los obispos allí reunidos sino en las creencias de todo el pueblo cristiano, porque éste es el sujeto principal que recibe la protección y la inspiración del Espíritu Santo.

Creo que de este modo el Papa Francisco ha interpretado la tendencia de Los signos de nuestro tiempo (al menos en nuestra cultura occidental) que valoran la libertad y el convencimiento personal más que la obediencia a los dictados de una autoridad.

Personal he dicho, pero no individualista sino comunitario, porque sabemos que nuestra libertad y nuestras reflexiones padecen frecuentemente interferencias de nuestros egoísmos o de nuestra ignorancia, y queremos contrastarlas con las reflexiones de nuestro grupo humano. Aun así, somos conscientes de que sólo iremos aproximándonos, y desde diversos ángulos, a la verdad, a la Realidad en sí.

¿Qué pueblo?

El Vaticano II reconoció al Pueblo de Dios como el centro de gravedad de la Iglesia, desplazando a un segundo plano la jerarquía y su autoridad; sin embargo no dejó claro quiénes constituyen ese Pueblo de Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica identifica al pueblo de Dios con la Iglesia; y el Papa Francisco, formado en la teología latinoamericana del pueblo, considera que “ser cristianos es pertenecer al Pueblo de Dios”.

¿Pertenecen al Pueblo de Dios personas como Pinochet, el obispo Arrio, monseñor Lefevre, los cardenales que se oponen al Papa y a este Sínodo…? Creo que Gandhi, la judía Etty Hillesun, y tantos otros, pertenecen al Pueblo de Dios aunque no eran cristianos ni quisieron serlo. Para reducir las contradictorias características de este término se introdujeron limitaciones como el Pueblo fiel de Dios, pero sin definir quiénes son los fieles.

La idea del Pueblo de Dios nos viene del Antiguo Testamento, que narra cómo Yahvé escogió al pueblo hebreo como su pueblo, y estableció con él un pacto y un reino, que les libraría de la esclavitud, y de la opresión ejercida por otros pueblos o por otras calamidades.

La ambigüedad permite la libertad

Jesús no utilizó el término “Pueblo de Dios”, sino el de Reino o Reinado de Dios, que parecía equivalente, pero no lo era; porque no era exclusivo del pueblo hebreo sino que incluía a los samaritanos, a la mujer cananea o al endemoniado geraseno; y con tanto o más derechos que el de los judíos. (Hasta el punto de que en una de sus didácticas exageraciones dijo que Juan Bautista era el mayor profeta de Israel pero el menor en el Reino de Dios). Pablo cambió radicalmente el sentido de Pueblo de Dios al derogar para los paganocristianos la obediencia a la Ley y el pacto de la circuncisión.

Las categorías de Pueblo o de Reino –como la de cristianismo, islamismo, hinduismo, iglesia católica, protestante, ortodoxa– pertenecen a una nomenclatura necesaria para hablar de grupos humanos, igual que necesitamos una nomenclatura para clasificar la variedad de plantas o animales (aunque éstos son más fácilmente clasificables que los colectivos humanos).

Un término igualmente ambiguo o indeterminado es el de la necesidad de la recepción de la comunidad para la validez de un Concilio, sobre el que Congar se planteaba la dificultad de precisar la cuantía necesaria de oponentes en la comunidad dispersa para invalidar las decisiones del Concilio.

Jesús prefirió usar un lenguaje simbólico –ambiguo– con ejemplos de actitudes que invitaban a un horizonte de posibilidades, como la parábola del buen samaritano o del Padre del hijo pródigo. Desconfió en cambio de las definiciones y preceptos concretos exigibles en todo tiempo y lugar. A diferencia de Juan, no estableció un bautismo como señal de conversión.

Al joven rico le propuso vender todo lo que tenía y dárselo a los pobres, pero no le pidió algo semejante a su amigo Lázaro de Betania, y reprendió a los discípulos que criticaban a la mujer que derramó un caro perfume sobre los pies de Jesús, en vez de venderlo y repartir el dinero entre los pobres.

Su lenguaje ambiguo le permitió usar exageraciones, como caricaturas, para visualizar un mensaje: la rueda de molino al cuello, arrancarse un ojo, poner la otra mejilla, los últimos serán los primeros… y otros semejantes. Propuso ejemplos extremados, pero luego exigió poco; los publicanos y las prostitutas aventajarían a los fariseos.

La ambigüedad permite expresar libremente el amor. El sometimiento a las leyes lleva al fanatismo o al fariseísmo.

Conclusión

El Reino de Dios no se identifica con la Iglesia ni con el cristianismo; no tiene límites externos, ni en el tiempo ni en el espacio. “Ubi caritas et amor Deus ibi est”. Donde hay amor desinteresado allí está Dios.

Toda religión es una construcción humana basada en la inspiración de un místico; construcción necesaria para su organización, y útil para que sus seguidores tengan un atisbo de aquella intuición.

El Sínodo puede y debe modificar algunas normas tradicionales. No hay una norma teológica (menos aún evangélica) para medir la cuantía necesaria para la “no aceptación” de las decisiones de un Concilio o Sínodo. Lo importante es transmitir el Espíritu y el ejemplo de Jesús, y alentar a todos, cristianos o no cristianos, a un amor y una convivencia fraternal.

Las tradiciones pueden ser orientadoras o desorientadoras. Ya reprochó él a los fariseos “vosotros os apartáis de los mandatos de Dios por seguir las tradiciones humanas” (Mc 7,13). Tengo un amigo que se proclama cristiano de corazón y ateo de cabeza.

 

Gonzalo Haya

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