LA CONCIENCIA DE UN COMUNISTA ATEO
Gonzalo HayaFrecuentemente he defendido que la conciencia ética es nuestro punto de conexión permanente con Dios. La mística, según Panikkar es “el punto tangencial con la eternidad”, una breve experiencia de la Vida indefinida en su plenitud. La conciencia es algo más modesto; no percibe la Vida eterna en su plenitud, sino el rayo de luz que ésta enfoca sobre las realidades temporales; es la voz de Dios.
Alguna vez he descrito la conciencia como la interfaz que Dios se ha reservado para comunicarse con cada uno de nosotros en sus circunstancias de época y cultura. En otra ocasión la presenté como el ombligo que nos une a Dios nuestra madre. Incluso he imaginado que el mismo Dios es la conciencia universal que se hace presente en cada ser humano.
Las religiones en cambio (incluido el cristianismo) son estructuras humanas, nacidas de una conciencia sensible a esa voz de Dios, para socializar la manifestación de esas conciencias en grupos humanos, en cuanto a comportamientos, expresiones emocionales, y explicaciones intelectuales.
La conciencia por tanto, según todos los moralistas, es el criterio definitivo que tiene el ser humano para tomar sus decisiones, aun por encima de la autoridad de la Iglesia o del Papa, si es necesario (Ver Gaudium et Spes n.º 16). “Mejor equivocarse siguiendo la propia conciencia que acertar contra ella” (Cardenal Newman).
No obstante, como todo lo temporal y humano, la conciencia puede equivocarse, sufrir distorsiones por nuestros egoísmos; por eso la conciencia, antes de adoptar su última palabra, debe ser humilde y contrastar su juicio con sus grandes referentes éticos y espirituales (Jesús, Buda, Confucio, Mahoma…).
Un comunista ateo
¿A qué viene esta larga introducción? Pues porque en la novela “Dime quién soy” he encontrado un pasaje en que se plasma muy vivamente lo que vengo defendiendo sobre la conciencia. La autora es Julia Navarro, periodista y escritora de novelas históricas, aunque ella dice que la historia sólo es el escenario (muy bien documentado) en que se mueven sus personajes.
Krisov es un funcionario soviético, entusiasta convencido del ideal de justicia social de la revolución rusa, y jefe de un grupo de espías diseminados por el mundo, entre los que se encuentra Pierre. Ahora ha cambiado el jefe superior, y el nuevo está eliminando al equipo de su predecesor; Krisov sabe que tiene puesta la vista en él y en su equipo. Por eso va a Buenos Aires a advertir a Pierre.
“- ¿Me está diciendo que ha venido a buenos Aires a decirme que debo desertar?
- No le estoy diciendo que deserte, le estoy exponiendo cuál es la situación, y ahora es usted quien debe decidir lo que hace. Yo he cumplido con mi obligación.
- No quiera hacerme creer que ha desertado pero que se ha sentido en la obligación de venir a avisarme antes de desaparecer. Eso es pueril – dijo Pierre levantando la voz.
- Tener conciencia es un inconveniente y yo, amigo mío, la tengo, nunca he podido desprenderme de ella. Soy ateo, he borrado de mi mente todas las historias que mis padres me contaban de niño, y las que el pope se empeñaba en que aceptáramos como única verdad. No, no creo en nada, pero me quedó grabada una conciencia en algún lugar de mi cerebro, le aseguro que me hubiera gustado prescindir de ella porque es la peor compañera que puede tener un hombre” (p. 282-283).
Julia Navarro ha descrito muy bien a sus personajes. Son entusiastas de la revolución rusa y sacrifican su vida por este ideal. Sin embargo la arbitraria injusticia de algunos jefes supremos les hace desertar y desaparecer del alcance de la extensa red de espionaje. Han visto la condena a Siberia o la ejecución de algunos compañeros por la mera desconfianza de su jefe.
Krisov sigue fiel al ideal de la revolución, pero huye de la arbitraria crueldad de su nuevo superior. Se reconoce como comunista y ateo, pero es fiel a su conciencia que le exige lealtad con aquellos colaboradores que han colaborado y confiado plenamente en él, y se arriesga a que Pierre “cumpliendo su obligación” denuncie su paso por buenos Aires y facilite su captura y ejecución.
La conciencia es algo superior a él mismo, y le exige que arriesgue su vida para cumplir “la obligación” (el imperativo categórico) de avisar a su colaborador.
Gonzalo Haya
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