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LOS CIEGOS VEN: HA LLEGADO EL REINO

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Mc 10, 46-52

Nos encontramos ante el último relato de Marcos antes de la entrada mesiánica en Jerusalén, que marcará el principio de la última semana de la vida de Jesús. (Mateo repite en este momento la misma secuencia de hechos de Marcos). Para los tres sinópticos, Jesús llega a Jerusalén desde Jericó, y su último milagro es el del ciego de esta ciudad (dos ciegos en Mateo).

El episodio es una sanación y una sanación de un ciego, pero además sirve a Marcos de "bisagra" entre dos secciones diferentes de su libro. Los diez capítulos anteriores se han dedicado a los "hechos y dichos" de Jesús, partiendo de Galilea. Los capítulos once a trece se sitúan en Jerusalén: Jesús no hace milagros; su actividad es una fuerte polémica con los jefes religiosos de Israel y supone la ruptura definitiva. Desde aquí, los capítulos catorce a dieciséis se dedican a la pasión y resurrección (en el sector añadido al original).

Por tanto, estos seis versos del capítulo diez sirven de final de una época e introducen la siguiente: son, a su modo, un pregón mesiánico, más sutil pero más profundo que la misma entrada de Jesús en Jerusalén.

En este último milagro de la vida pública de Jesús (según Marcos) el protagonista es un mendigo ciego, que es ignorado y silenciado por todos menos por Jesús. Entre tanta muchedumbre y tanto entusiasmo, él es el único capaz de invocar a Jesús con su verdadero nombre "Hijo de David" y su más importante cualidad, "la compasión", en evidente paralelo con el episodio del leproso en Marcos 1,40.

Jesús corresponde a esa proclamación con lo mejor que tiene: la curación de la vista material y la proclamación de que lo mejor del curado es su fe en el mismo Jesús.

Marcos se muestra por tanto tan sutil como siempre: sus narraciones, con tanto aspecto de documentos fiables, de crónica de testigo presencial, son, sin perder nada de lo anterior, profesiones de fe y retratos no sólo de lo que sucedió sino de lo que sucede en los seres humanos en su relación con Jesús y en su misma relación con Dios, su religiosidad. Lo hemos venido viendo así durante varios domingos anteriores.

Como hemos dicho, llama la atención el paralelo existente entre esta narración y la del tercer milagro de Jesús según la narración de Marcos, la del leproso. En ambas se da la diferenciación clara entre la postura de la gente, que no acoge al enfermo, y la de Jesús, compasivo. En ambas Jesús se acerca, se interesa por la persona y habla con él. En ambas resalta la fe del que va a ser curado. En ambas el curado se convierte en pregonero de la salvación de la que ha sido objeto.

Jesús es el mismo, y los recursos de los evangelistas también. El necesitado, la multitud indiferente, Jesús compasivo; la fe, Jesús se acerca; Jesús cura, los curados le siguen y le proclaman.

La curación es, precisamente, de un ciego. En el contexto de la ceguera de los jefes de Israel que ya desde el capítulo siguiente va a ser el gran enemigo de Jesús, este milagro cobra carácter de símbolo y no puede menos de hacernos evocar el final que el cuarto evangelio pone al milagro de la curación del ciego de nacimiento:

"He venido a este mundo para un juicio: para que los ciegos vean y los que ven se queden ciegos. A lo que contestaron los fariseos: ¿es que nosotros estamos ciegos? Y les dijo Jesús: si estuvierais ciegos, no seríais culpables; pero como decís que veis, vuestro pecado permanece".

Todo este conjunto nos lleva a asomarnos al sistema de recursos simbólicos de que hacen uso los evangelistas para preparar el relato de la Pasión. Como siempre los hechos tienen sobre todo importancia por su significado. Recordemos que el relato de la Pasión va siendo preparado con varios anuncios de Jesús y con la escena de la Transfiguración.

A los evangelistas les importa mucho narrar la Pasión a un lector que sepa ya bien quién es el que la sufre y cuál es su significado. Jesús-Luz del Padre va a sufrir la Pasión, es decir, el rechazo de los ciegos. Este es el simbolismo que Marcos quiere dar a ésta última curación de Jesús, cerca ya de Jerusalén. Se está tratando ya de Jesús el Enviado, Jesús Luz, luz que será rechazada por los que dicen que ven y aceptada por los mendigos ciegos. Todo un riquísimo contenido, línea de fuerza especial del cuarto evangelio: “La luz resplandece en las tinieblas pero las tinieblas no la aceptaron”.

En una curación tan "mesiánica" como esta, no podemos menos de sentir la evocación de la misma manifestación mesiánica de Jesús al responder a la embajada del Bautista. Juan Bautista, desde la cárcel, envía a sus discípulos a preguntar a Jesús:

       - ¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?

       Jesús responde:

- Id y decid a Juan lo que habéis visto: los ciegos recobran la vista, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y son los pobres lo que reciben la Buena Noticia: dichosos los que no tropiezan por mi causa.                           

(Mateo 11, Lucas 7)

Jesús, por tanto, se hace heredero del mesianismo más puro de Isaías. Reciben la Buena Noticia los pobres, los ciegos, los enfermos. Pero otros tropezarán: serán los ricos, los que ven, los sabios, los sanos.

Es una estremecedora línea, en la que se confunde, hasta no poder separarse, lo sucedido a Jesús, lo sucedido a lo largo de la historia y nuestra propia trayectoria espiritual.

Creyeron en Jesús los que se sentían necesitados de salvación, especialmente los más necesitados, los pecadores. Y los que no se sentían pecadores, no creyeron en Él, más bien tropezaron en Él porque atendía a los pecadores. Jesús ironizó sobre ellos diciendo que "los sanos no tienen necesidad de médico" (Mt.9, Mc.12, Lc.5). Y los ricos tampoco se atrevieron a irse con él, tenían demasiado bienestar para sentir necesidad de Jesús (Lo vimos hace dos domingos leyendo Marcos 10, el joven rico).

En el pasaje de hoy, el ciego mendigo encuentra a Jesús porque necesita de él y cree en él. La muchedumbre le sigue con aspavientos externos, pero nada más. En el mismo contexto situacional ubicará Lucas el episodio de Zaqueo, que resulta brillantemente paralelo con la vocación de Leví (Mt.9, Mc.2, Lc,5). Y resulta bastante sintomático que en el principio de la vida pública Jesús se define llamando a los pecadores y comiendo con ellos y al final de la misma (último episodio de Lucas antes de la entrada en Jerusalén) se repite la escena, con el mismo escándalo y la misma reiteración del mensaje de Jesús.

Los evangelistas por tanto acumulan signos sobre el mensaje fundamental: Jesús Salvador, Libertador del pecado, Luz para los humanos, es recibido por los pecadores, que alcanzan la luz de la fe, y rechazado por los "sanos y ricos", que quedan ciegos aunque parezcan sanos, videntes, poderosos.

Todo esto da pie a largas consideraciones que resumiremos brevemente.

Fundamentalmente, sobre la religiosidad. Jesús se coloca en las antípodas de toda religiosidad de apariencia, de identificación con los poderes de la tierra, de equiparación de fe con esplendor externo, de religión como aceptación de "personas oficialmente santas”... cosas todas ellas tan presentes en las religiones. Los sacerdotes como personas santas, el alto clero con poder, ocupando un lugar social cercano al poder político, los grandes sabios entendidos en las ciencias sagradas... y la masa de gente sin importancia ni voz, que solamente por medio de los altos eclesiásticos tendrán acceso a Dios.

Es una situación real, históricamente repetida en la mayor parte (¿en todas?) las religiones, y espiritualmente aceptada incluso ahora entre nosotros.

Jesús es al revés: el mendigo ciego tiene acceso directo por necesitado y por creyente. Los demás, menos. Y los altos eclesiásticos, los que menos de todos. Aun teniendo acceso como todo el mundo, lo rechazarán explícitamente.

Es significativo comparar esos dos extremos. Mirar la historia de las religiones, tan llenas de acepción de personas, de personajes sagrados con poder, de multitudes de necesitados marginados por la estructura religiosa...

Es más impactante aún mirar la historia triunfal de la religión cristiana en Occidente, la estructura física de una catedral gótica, la jerarquizada disposición de la gente en una gran celebración actual.

Mucho más aún, contemplar la historia de las naciones cristianas, el protagonismo religioso de los poderosos, la pobreza y desatención crónica de la gente del pueblo. Mucho más aún mirar las naciones del mundo, las cristianas y las no cristianas, mirar que es el primer mundo el que se dice cristiano y el miserable tercer mundo el que es evangelizado por el primer mundo poderoso... Mirar la esclavitud, cometida por los cristianos y los musulmanes poderosos contra los miserables paganos de los que se llegó a decir que no tenían alma... Contemplar así la historia religiosa del mundo estremece, porque es exactamente lo contrario de lo que Jesús hacía y decía.

A nivel personal, no puedo menos que recordar la sabiduría del planteamiento de los Ejercicios de San Ignacio: parten del reconocimiento de los pecados. Si no me siento necesitado de Dios, no hay manera de llegar a Jesús. No pocas veces la Primera Semana de ejercicios se considera como un momento ascético de purificación, examen de conciencia y confesión de los pecados, para poder luego conocer a Jesús. No es correcto. Se trata de sentir necesidad del Salvador. Solamente desde este profundo sentimiento de necesidad, de pobreza y ceguera, se puede acceder a Jesús Salvador.

En resumen, ésta es una historia de ciegos ignorantes que ven y de sabios respetables que se quedan ciegos. Una radiografía de la humanidad y de la Iglesia. Y un desafío: ver con los ojos de Jesús o preferir otros ojos. Dejarse iluminar o preferir las propias luces. Como los Zebedeos del domingo pasado, como el joven rico de hace dos domingos… como la historia entera de la Iglesia.

Pero hoy estábamos hablando de éxito, del éxito de Jesús en Jericó, fracaso a los ojos de los verdaderos ciegos. Y podríamos hablar de éxito y fracaso de la Iglesia. Quizá volvemos hoy los ojos con añoranza a tiempos en que la Iglesia era más triunfante, sus templos estaban más llenos, sus jerarcas eran más ricos y poderosos, los monasterios rebosaban, se podían desplegar banderas sacras en concurridos desfiles públicos, se erigían imágenes de Cristo que presidieran las ciudades, incluso bendiciendo sus playas, sus casinos, sus negocios…

Quizá quedamos hoy satisfechos y consolados de los éxitos públicos de personajes sacros, de las multitudes que aclaman, de los magníficos actos religiosos desarrollados con toda pompa y retransmitidos al mundo entero. Quizá todo eso esté muy bien, quizá sea necesario, o conveniente, quizá… Pero los criterios de Jesús en Jericó me parecen disonar de todo eso.

Éxito, el éxito de Jesús, el éxito de la Iglesia. Y mi propio éxito personal, vital… ¿Es un éxito de la Iglesia que los templos rebosen de fieles, cuando estos fieles son creadores de injusticia y de opresión? ¿Es un éxito mío que los negocios me salgan bien y pueda vivir aquí como si ésta de aquí fuera la vida eterna?

Los ciegos ven, los cojos andan, y es a los pobres a los que se anuncia la Buena Noticia, dijo un día Jesús; y me parece que lo dijo muy satisfecho, porque ésas son, precisamente ésas, las señales del éxito del Reino. 

José Enrique Ruiz de Galarreta

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