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EN CUARESMA: PURIFICAR NUESTRAS IMÁGENES DE DIOS

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El tiempo de cuaresma que estamos viviendo es tiempo de preparación para la Pascua. Recuerda los 40 días de Jesús en el desierto y nos invita a tener también nuestro propio desierto para confrontar nuestra vida cristiana. En el caso de Jesús, los 40 días en el desierto ocurren antes de que comience su vida pública. El texto de Mateo (4, 1-11) nos relata que Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu y luego de 40 días de ayuno, se aparece el tentador para hacerle diferentes propuestas. La primera, convertir las piedras en pan; la segunda, lanzarse desde el alero del templo para que los ángeles lo reciban y, la tercera, darle todos los reinos del mundo a cambio de adorarlo. Jesús rechaza cada una de estas tentaciones porque comprende bien que lo que está en juego es la misión que ha de realizar.

Por lo tanto, estas tentaciones son tentaciones frente al mesianismo de Jesús. No suponen las tentaciones del día al día -de las que conocemos por experiencia propia- sino tentaciones frente a la misión que se le ha encomendado. En otros términos, el tentador le propone a Jesús ser un mesías de “poder” demostrándolo con esas acciones que dejarían a los demás sorprendidos o temerosos porque verían que puede controlarlo todo, menos al mismo Satanás, a quien debería adorar.

El mesianismo de Jesús va por otra vía. Es la vía del servicio, de la misericordia, de lo pequeño, de lo que comúnmente se desprecia, del respeto incondicional al otro. Es la vía de la oferta gratuita (no depende de los méritos propios) y del saber esperar a que la semilla crezca por sí sola (Mc 4, 26-29). Pero este camino mesiánico es incomprendido por los contemporáneos de Jesús y por nosotros. Así lo expresa el evangelista Marcos, cuando Jesús está en la cruz y es ultrajado: “Y los que pasaban por allí le insultaban, menando la cabeza y diciendo: Tú que destruyes el santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!

Igualmente, los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos. También le injuriaban los que con él estaban crucificados” (15, 29-32). Incluso Mateo en el texto de Jesús en la cruz, repite las mismas palabras de las tentaciones (4, 3.6): “Si eres el hijo de Dios” (Mt 27, 40.43). Con estos textos vemos como sus contemporáneos se burlaban de él y le pedían signos extraordinarios.

Pero la comprensión de Jesús de su mesianismo sigue firme. Así como en el desierto supo rechazar las ofertas del tentador, en la cruz también mantiene la fidelidad hasta la entrega de su propia vida. No quiere decir esto, que le fuera fácil. El evangelista nos narra aquellas palabras desgarradoras de Jesús en el momento final de su vida: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46; Mc 15, 34).

Este tiempo de cuaresma nos lleva también a revisar nuestras propias imágenes de Dios y lo que nos cuesta aceptar al Dios que nos revela Jesús. Muchas veces nos gustaría que fuera ese Dios poderoso que, atendiendo a nuestras peticiones, resolviera “mágicamente” nuestros problemas. Así ha pasado con el coronavirus que, en el fondo, nos ha confrontado con la imagen de Dios que tenemos. Algunos creyentes han invocado a Dios para que “quite”, “termine”, “acabe” con la pandemia. Con estas peticiones se refleja que piensan que Dios puede quitar y poner a su gusto o dependiendo de nuestros rezos. Pero no es así.

Dios, coherente con su creación, la ha confiado a nuestras manos y de ahí que la responsabilidad humana no puede evadirse. La pandemia hemos de vencerla a fuerza de ciencia (buscando la vacuna), a fuerza de igualdad (velando por que las vacunas lleguen a todos -cosa que ya se ve que no está siendo posible porque tal y como está organizado nuestro mundo, la salud es un negocio y las farmacéuticas lo encarnan en este momento. Además, en muchas partes del mundo se ven signos de corrupción frente a las vacunas), a fuerza de optar por el bien común (acogiendo todas las medidas que sean necesarias para cuidar la vida, evitando el contagio), a fuerza de solidaridad (repartiendo los bienes para que nadie pasa necesidad).

Y, entonces, ¿para qué rezar o cómo rezar al Dios de Jesús? Precisamente para que nos introduzca en esta lógica del amor fraterno/sororal y seamos capaces de “sintiéndonos en la misma barca” -como dijo el Papa Francisco-, naveguemos juntos hasta que podamos vencer la pandemia. La oración no es una receta mágica para superar la limitación humana o las injusticias que nosotros mismos causamos. La oración es fuerza irresistible para seguir haciendo el bien, sin cansarse, sin doblegarse, sin darse por vencido, sin abandonar la tarea.

Cuaresma es tiempo de conversión, de reflexión, de cambio. Es tiempo de mirar a Jesús y pedirle que nos enseñe a entender su mesianismo. Que nos confronte con las imágenes de Dios que tenemos y las purifique para que, en realidad, sigamos al Dios del Reino. Ese Dios que ama sin límites, ni medida, que ofrece una misericordia infinita, que no excluye a nadie -por ninguna razón-. El Dios que nos hace responsables del mundo en que vivimos y nos pide poner el amor y solidaridad como valor fundamental de nuestra existencia. El Dios que, a pedido de Jesús, en el Evangelio de Juan, nos promete su espíritu “Yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito, para que esté con ustedes para siempre, el Espíritu de la vedad (…) no los dejaré huérfanos” (Jn 14, 16-18), para sostenernos y ayudarnos en todas nuestras dificultades.

Aprovechemos este tiempo de cuaresma para renovar nuestra fidelidad al Dios de Jesús, preparándonos así a vivir el Misterio Pascual que se hace carne en nosotros en la medida que, como Pablo, podemos desear: “conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Fip 3, 10-11).

 

Consuelo Vélez, teóloga

Religión Digital

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