I El trasfondo de esta intuición
La imagen de un Dios que “interviene” en la historia ha marcado profundamente al hombre, a nuestra espiritualidad. Durante siglos, el creyente ha esperado de Dios que suspenda las leyes del mundo para demostrar su poder, que premie o castigue desde fuera, que acomode la historia según la súplica del hombre, o simplemente que arregle las cosas con su sabiduría infinita…
Pero esta visión resulta insuficiente: presenta a Dios como un competidor dentro del universo, un agente externo que corrige lo que está mal o interrumpe lo que le ha dado la vocación de marchar solo. Un Dios así termina siendo arbitrario y, en el fondo, poco confiable: si interviene en unos casos y en otros no, ¿qué criterio utiliza?
La alternativa no es el deísmo —un Dios lejano, que crea y se desentiende—, sino una comprensión más honda: Dios no se impone a su creación, sino que la sostiene desde dentro. Su acción no consiste en modificar hechos concretos desde fuera, sino en dar ser, acompañar, fecundar cada proceso desde lo más íntimo.
II La creación en plenitud
La tradición cristiana ha hablado de la “creatio continua”: Dios no creó el mundo de una vez para abandonarlo, sino que lo sigue sosteniendo en el ser a cada instante. El universo existe porque, en cada momento, participa del ser que Dios le comunica.
Y no solamente lo acompaña en su desenvolvimiento y su historia, sino que “se alegra y sorprende de su evolución” ya que Dios mismo conoce lo pasado y lo presente desde la eternidad, pero lo conoce desde la realidad del tiempo y la libertad.
Esto significa que la creación ya estaba completa en su origen, no en el sentido de acabada, sino en el de dotada de todo lo necesario para desplegarse. Desde el primer instante, el cosmos llevaba inscrita la semilla de su plenitud: sus leyes, sus posibilidades, su vocación.
El Concilio Vaticano II reconoció esta verdad al hablar de la “autonomía de las realidades terrenas”. El mundo no necesita ser rectificado por intervenciones externas, porque en su interior late la sabiduría del Creador. Cada proceso de la naturaleza, cada búsqueda del hombre, cada paso de la historia ocurre en un terreno de la realidad siempre habitada por Dios.
III El hombre “solo”: la libertad habitada
De esta visión surge una consecuencia decisiva: el hombre está solo. Solo en el sentido radical de la libertad y de la responsabilidad. Dios no guía cada paso, no manipula la historia, no arregla las consecuencias de nuestras elecciones.
Y, sin embargo, esa soledad no es abandono. Es madurez. Es la confianza de un Dios que ha puesto en el ser humano una dignidad inmensa: la de construirse a sí mismo y a su historia. Nunca estamos más acompañados que en esta aparente soledad, porque en cada acto de ser está presente la fuente misma del ser.
Dios habita la libertad del hombre sin anularla, la sostiene sin imponerse. Lo que somos, lo que decidimos, lo que construimos, ocurre en la hondura de esa presencia silenciosa.
IV El milagro: signo de plenitud
En este marco, el milagro no es una ruptura de la historia, sino una revelación de su hondura. La tradición bíblica lo nombra “signo”: no un prodigio mágico, sino una manifestación que apunta al Reino.
Cuando Jesús curaba o multiplicaba el pan, no lo hacía para exhibir poder, sino para revelar al Padre. El milagro era un signo de cercanía, una transparencia momentánea de la realidad habitada por Dios.
Entendido así, el milagro no quiebra las leyes de la naturaleza, sino que manifiesta su potencial más alto. Es la vida mostrando de golpe lo que en ella estaba latente desde el origen.
V El milagro como signo humano y divino
Al hablar de milagros no nos referimos solo a los prodigios que realizó Jesús en su humanidad plena. Esos signos —curaciones, multiplicación de panes, la calma en medio de la tormenta— no fueron actos de magia ni irrupciones externas, sino la transparencia absoluta de un hombre abierto sin reservas a Dios. En Él, la vida alcanzó tal plenitud que lo real se mostró en su hondura y posibilidad: un Reino presente, una creación que respira compasión, libertad y amor.
Pero también en nuestra historia ocurren sucesos inexplicables. No descienden como fuerzas extrañas desde fuera del cosmos: brotan de la misma entraña de la creación, cuando la vida y la libertad humanas se dejan habitar por el Espíritu. Así, una curación, una comprensión profunda, un gesto de perdón inesperado, una entrega radical, una obra de justicia o de creatividad pueden ser tan milagrosos como una curación o una multiplicación de panes.
El milagro, entonces, no es ruptura de lo real, sino revelación de lo que ya estaba inscrito en lo creado. Es la creación mostrando lo que puede ser cuando se abre a la presencia de Dios que la habita.
VI Objeciones inevitables
Al reflexionar así, surgen objeciones…:
- ¿No es esto deísmo? Un Dios que no interviene, ¿no es un Dios lejano, que abandona el mundo a su suerte?
- ¿No niega los milagros? La tradición cristiana afirma prodigios reales y, sobre todo, la Resurrección de Jesús como hecho histórico.
- ¿No vacía la oración de petición? Si Dios no cambia el curso de la historia, ¿para qué rezar?
- ¿No relativiza el pecado original? Al decir que Génesis es un mito, ¿no se pierde la enseñanza sobre el origen del mal?
A estas objeciones puede responderse con una teología más matizada:
- No es deísmo, porque Dios no es un ausente. Es presencia íntima, causa primera que sostiene todo. Un Dios más cercano siempre y permanentemente que cualquier intervención puntual. No es una presencia en el devenir sino en el ser mismo.
- Los milagros siguen siendo reales, pero como signos que sobrepasan el curso natural en su significado desde la potencialidad del ser creado y material, no como quiebres mágicos. La Resurrección, núcleo de la fe, sigue siendo un acontecimiento único y decisivo, sin necesidad de concebirlo como una “violación” de la naturaleza.
- La oración sigue teniendo sentido: no para cambiar a Dios, sino para abrirnos a su presencia, para entrar en comunión con Él y dejar que esa relación transforme la historia a través de nuestra conciencia y mirada de ser habitados, queridos y posibilitados por Dios.
- El pecado original sigue siendo verdad, aunque expresada en lenguaje mítico. No necesitamos un relato literal para comprender que el mal es real y que nuestra libertad está herida. El mito revela una condición, no un evento cronológico.
VII Una fe sin magia, más profunda
Al final, esta visión nos coloca ante una fe más exigente y más confiada. Exigente, porque nos quita la seguridad de un Dios que arregla todo desde fuera. Confiada, porque nos da la certeza de un Dios que no falta nunca, que sostiene todo desde dentro.
Dejar de esperar intervenciones mágicas no debilita la fe: la purifica. Nos invita a reconocer a Dios en lo cotidiano, en el proceso, en la trama de lo real. El milagro ya no es lo excepcional, sino lo profundo: la vida misma, cuando se transparenta al Misterio que la habita.
Conclusión
Decir que Dios no rompe la historia no es negarlo. Es reconocerlo en su verdadera grandeza: no como un actor externo que interrumpe, sino como el fundamento íntimo de todo lo que existe.
Dios no interrumpe: sostiene. No corrige desde fuera: fecunda desde dentro. No rompe la historia: la habita y posibilita.
Y en esa certeza llena de confianza descansa nuestra dignidad, libertad, responsabilidad y desde luego la más profunda de nuestras esperanzas.
Alfonso Núñez Chávez
10. 2025