LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN
Capítulo 2
Sacramento, signo y símbolo
Como es bien sabido, el término “sacramento” se ha aplicado
en la teología cristiana para designar los rituales
religiosos, que son centrales en la vida de la Iglesia, y
que han sido definidos como “signos eficaces de la gracia”.
Así, efectivamente, se vienen entendiendo los sacramentos
desde el siglo XII, concretamente a partir del libro de las
Sentencias, de Pedro Lombardo.
Ahora bien, si los sacramentos son signos, para entender lo
que queremos decir cuando hablamos de la Iglesia como
sacramento, lo primero que se ha de precisar es el concepto
de “signo”.
Pues bien, según la explicación comúnmente usada, un signo
es una realidad sensible (visible, audible, tangible...) que
nos remite y nos pone en relación con otra realidad que no
es del orden de lo sensible, sino que, de la manera que sea,
no está a nuestro alcance inmediato.
En su formulación más técnica, el signo se define como la
unión de “significante” y un “significado”.
Por ejemplo, las palabras son signos. Ahora bien, en la
“palabra” (un signo que constantemente utilizamos), el
significante es el fonema que se pronuncia al decir esa
palabra. Y el significado es el concepto al que nos remite
el fonema que oímos. Cuando el significante (fonema) se une
con el significado (concepto), entonces tenemos el signo.
Que siempre es indicador de un “referente”, la realidad,
objeto, persona... a la que nos referimos con cada palabra o
en cada frase (conjunto de palabras).
Pero ocurre que si el sacramento se reduce a mero signo,
tropezamos con una dificultad. De acuerdo con lo dicho sobre
el signo, éste se sitúa necesariamente al nivel del
conocimiento, ya que el significado es siempre un concepto,
una idea, algo estrictamente mental y, por tanto, del orden
de lo cognoscitivo.
Eso, por supuesto, es enteramente necesario en la
comunicación humana. Sin lenguaje, o sea sin los signos
mediante los que nos comunicamos unos a otros lo que sabemos
o queremos decir, la comunicación entre los seres humanos
sería imposible.
Pero sabemos que, en la vida humana, más determinantes que
las “ideas” o los conceptos, son las “experiencias” que
vivimos. Experiencias que nos configuran ya desde antes de
nacer. Como es bien sabido, la comunicación entre la madre y
el hijo que lleva en sus entrañas es decisiva, para el
futuro de ese hijo, desde las primeras semanas de la
gestación.
Por eso un hijo amado y deseado por la madre es y será
completamente distinto de un hijo rechazado y hasta
despreciado por la madre. Señal evidente de que entre la
madre y el hijo se establece una profunda y determinate
comunicación ya antes de que el feto o, más tarde, el recién
nacido pueda entender, mediante conceptos, lo que la madre
lo quiere o lo desprecia.
Y es que el amor, el afecto, la empatía, el gozo y el
disfrute de la vida, o por el contrario, el odio, los deseos
de venganza, el desprecio, el resentimiento, todo eso no se
comunica entre los humanos mediante “signos” lingüísticos y
conceptuales, sino de otra forma. Por eso, en la
comunicación humana, son más importantes los “símbolos” que
los “signos”.
Ahora bien, mientras que un signo es la comunicación de un
“concepto”, el símbolo es la comunicación de una
“experiencia”. Por eso los símbolos son tan decisivos, sobre
todo, cuando se comunican las experiencias que entrañan una
“totalidad de sentido” para la vida de las personas.
Porque en la vida de los humanos, más decisivo que “saber”
definir el amor es “amar” y sentirse “amado”. Como más
destructivo que “saber definir el odio” es “odiar”.
De ahí que Paul Ricoeur, acertadamente, ha dicho que,
mientras el signo es Lógos (palabra). el símbolo es
Bios (vida).
Además, en todo este ámbito de realidades humanas, es
fundamental caer en la cuenta de que todos los seres humanos
vivimos experiencias que no se pueden comunicar mediante
signos, es decir, mediante la “información” que proporcionan
las palabras y los discursos. Tales realidades solamente se
pueden transmitir mediante el “contagio” que desencadenan
los símbolos.
Una madre no enseña a amar a su hijo echándole discursos
sobre la estructura profunda de la relación interpersonal.
La madre educa en el amor amando, besando, acariciando,
mediante el tacto amoroso y cálido de la intimidad. Así
hemos aprendido todos a amar y ser amados.
Y de la misma manera, resulta evidente que a otras personas
no se les hace felices predicándoles sobre la felicidad,
sino contagiando la felicidad que uno vive.
Como nadie logra que el otro se sienta querido porque se le
explica la más depurada teoría sobre el amor. Se siente
querido el que experimenta el cariño que contagia la persona
que ama de verdad a quien se relaciona con ella.
Por eso es más importante la mirada que el ojo. Porque el
ojo pertenece al orden de los signos, mientras que la mirada
es símbolo. El ojo “informa”, la mirada “contagia” o, si se
prefiere, desencadena la corriente de vida que une y funde a
las personas.
José M. Castillo
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