EL BLOG DE LUIS ALEMÁN     

                             
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      BIBLIA


 

Libros inspirados

 

 

Eso que llaman “inspiración” de la Biblia no es más que eso: sus autores supieron, con la ayuda de su fe, intuir algunas huellas, a veces confusas, de Dios en la historia de su pueblo y en la historia de la humanidad.

 

Los israelitas intuyeron que Dios era el innombrable, pero no pudieron conocer hasta qué punto era eso verdad.

 

El gran error de los judíos, de los musulmanes, de los cristianos o de cualquier otra religión fue siempre querer meter a Dios en una definición, en un sistema filosófico, en una fotografía, o en un libro. Ahí está la idolatría. Ahí lo blasfemo.

 

Por eso, hoy hemos purificado mucho la imagen del Dios que nos legaron los israelitas en su Torá. De Dios no podemos saber casi nada. Y nos sorprende o nos ofende la ligereza y el desparpajo con el que habla de Yahvé el Antiguo Testamento y le atribuye intenciones, leyes, condenas, castigos, premios, promesas, alianzas, preferencias. Proyectó sobre la divinidad infumables desfiguraciones antropomórficas.

 

Hoy, además, sabemos que la teofanía del Yahvé de los judíos fue adulterada, manipulada con pretensiones políticas, nacionalistas. Deformaron la Realidad de Dios para utilizarla como mercancía propia y exclusiva. El Antiguo Testamento tiene mucho de reivindicación histórica de un pueblo. Las creencias religiosas se elaboraron a partir de la “promesa de Dios”, la “alianza con Dios”, la “elección de Dios”, siempre utilizando a Dios en beneficio propio. Y cuando todo se hundió inventaron un mesianismo a su medida.

 

Todo es explicable si se parte de la base de que Dios ni dictó ni pudo dictar lo que se escribía.

 

A mí no me cabe la menor duda. En el Antiguo testamento, hay luces, intuiciones a veces sutiles, a veces deslumbrantes sobre la vida, sobre Dios, sobre el hombre, sobre la fraternidad, sobre la comunidad humana. Seguramente el pueblo israelita supo intuir algunos perfiles del Dios de todos, con más claridad que otros muchos pueblos. Y lo hizo en circunstancias favorables y en los desastres.

 

Hoy sabemos que Dios no sólo se ha manifestado al pueblo de Israel como pensaban los autores del Antiguo Testamento. Hoy descubrimos también sus huellas en otros pueblos, en otras culturas, en otras geografías, en otras gentes que encontraron a Dios en sus leyendas, en sus propias historias, en sus esquemas de pensamiento.

 

Toda estrella, todo hombre, toda flor, toda lluvia, todo progreso, toda catástrofe, toda cultura es una Teofanía. Dios se manifiesta a todos en todo, llámese como se llame, porque Dios no tiene nombre o, si se quiere, tiene todos los nombres.

 

Dios no es de nadie: de ningún pueblo; de ninguna raza; de ninguna religión.

 

 

 

 

DESCUBRIENDO A DIOS

 

 

El Antiguo Testamento no es un hallazgo de Dios. Sólo es una aproximación. Un paso más. Una ayuda. Un tenue amanecer entre nubes. Un camino, no un encuentro. En el Antiguo Testamento no hay un retrato fiel de Dios ni de su rostro ni de su pensamiento. No hay respuestas unívocas de catecismo y con sello de garantía. Sólo hay huellas, pistas que van llevando, en un proceso lento, hacia la sorpresa oculta desde el comienzo de los tiempos: Jesús de Nazaret.

 

Y el mismo Jesús no se olvidó de decirle a los suyos, según nos recuerdan los evangelistas, que ni con él estaba todo dicho. Quedaban muchas cosas por decir y que ya se irían aclarando a lo largo de los tiempos.

 

La verdad sobre Dios, sobre Jesús, sobre el hombre. La historia no quedó cerrada. Sigue abierta. El universo y el hombre son seres en evolución. Todo está sin cerrar. No existen ideas terminadas.

 

Para el creyente en la Divinidad, junto a esta evolución, dentro de esta evolución, produciendo esta evolución “camina” Dios.

 

El que detecta la presencia de Dios en el caos de su propia vida, en el caos de la historia de la humanidad está “inspirado”, intuye a Dios. Y no hay re-velación si no se mantienen las puertas abiertas para la fe.

 

Y es que la historia de la creación -o si se quiere la historia de la plenificación humana- camina junto a una sucesión de Teofanías progresivas de Dios, como un negativo que se va “revelando” con la marea del tiempo, o con el caer de las legañas de los ojos inmaduros del ser humano.

 

Dios se va dando a conocer en la medida en la que el mundo y el hombre se van construyendo. O puede que no sea Dios el que se va dando a conocer (Teofanía), sino que es el hombre el que va encontrando, en su desarrollo progresivo, a Dios que siempre está ahí. “Pues resulta que Dios estaba aquí y yo no lo había visto” Génesis, 28, 16.

 

 

 

 

Los libros sagrados ¿“revelados” por Dios?

 

 

El concepto de libro revelado por Dios ha sido a lo largo de la historia judeocristiana uno de los que más simplezas ha provocado. El autodenominado Magisterio Eclesiástico produjo, con el tema de los libros sagrados, la mayor colección de ingenuidades e infantilismos. Se ha llegado a defender, hasta ayer, que el Espíritu Santo escribía con la pluma de Moisés.

 

Hoy podemos decir con toda rotundidad que la Biblia judeocristiana no es un libro revelado por Dios. Un libro revelado es un objeto sacralizado e intocable.

 

Esa malla paralizante de “libro revelado” que atenazaba a la Biblia dentro del catolicismo, fue rota definitivamente en el Concilio Vaticano II. No fue fácil. Supuso la lucha de toda la Iglesia, capitaneada por el Cardenal Lienart frente a los dueños del aparato del vaticano capitaneados por un funesto Ottaviani, Cardenal jefe de lo que se llamaba el Santo Oficio y cuyo heredero fue luego Ratzinger.

 

Venció Lienart. Venció la comunidad cristiana frente a los dueños del aparato. Quedaron rotas las cadenas con las que siempre se quiso atar a Dios, primer damnificado de su supuesto libro. En el fondo, la tesis del aparato era clara: Dios había hablado ya. Lo dicho estaba dicho y escrito. Ahora sólo habla el Magisterio eclesiástico, único válido para interpretar lo dicho y escrito. Pero le salió mal la jugada gracias a aquel hombre bueno y creyente que siempre quiso oír más que mandar: Juan XXIII.

 

El concilio aclaró que los libros sagrados estaban “inspirados” por Dios, pero no habían sido escritos, ni revelados - ni entregados - a nadie por Dios. Esos libros han sido escritos por sus autores, con sus ignorancias, con sus circunstancias, con sus errores, con sus pretensiones, con sus primeras y con sus segundas intenciones. Dios anda por ellos. Dios se “aprovecha” de esos autores, de la historia que viven y que narran, para ir abriéndose camino y dándose a conocer a la humanidad.

 

Haber tardado tanto en hacer esta distinción, haber creído que todo lo que se dice en la Escrituras está dicho por el mismo Dios, ha sido la causa de multitud de errores. Por el Antiguo Testamento corre demasiada sangre de hombres y becerros y esa sangre salpicó la imagen de Yahvé: ese dios ensangrentado no es el Padre de Jesús.

 

No es el Antiguo Testamento (ni el Nuevo) un libro talismán, ni siquiera un libro fácil de comprender y citar. ¡Con qué cara dura seguimos los cristianos, incluso teólogos y clero, citando las escrituras! De ellas podemos entresacar versículos para probar cualquier idea o inclinación nuestra. No son, las escrituras, un diccionario de Dios. Son libros para el estudio y la búsqueda.

 

En el mundo sólo queda un libro revelado: el Corán que –para los creyentes musulmanes- es la palabra de Dios revelada por medio del arcángel Gabriel a Mahoma. Un “dictado” sobrenatural recogido por el Profeta iluminado. Y, por tanto, no puede ser sometido a ningún estudio crítico, histórico ni es integrable dentro de un proceso de evolución. Ahí radica su fuerza, ahí su fanatismo y ahí su peligro.

 

 

LA Biblia, historia de un pueblo

 

 

La Biblia está toda ella llena de leyendas, relatos míticos, símbolos, alegorías, incluso importadas, a veces, de culturas no israelitas, es decir, paganas.  Y por no haber sabido admitir esas leyendas y esas alegorías, como tales leyendas y alegorías- que ni siquiera eran originales del pueblo hebreo-, se convirtieron en relatos históricos, y sobre ellos se fundamentaron muchos dogmas y gran parte de la piedad y culto cristianos.

 

Recuérdese la creación del mundo, el pecado original, la serpiente, el paraíso, el Diluvio, la Torre de Babel,  los ángeles que van y vienen, los sueños como lugar de encuentro con la divinidad. O autenticas novelas como los relatos de José en Egipto y la del santo Job. La fantasiosa epopeya del Mar rojo, el Desierto, el Sinaí con sus truenos y sus tablas de madera y piedra. Viejas leyendas como la de Sansón con su cabellera. Intervenciones milagrosas con tantas mujeres estériles que dan a luz niños providenciales, y hasta la parada del sol (¡Yahvé lo puede todo!). Sin olvidar al fanático y tremendista Elías que se va al cielo, en un carro de fuego, después de haber degollado a un montón de profetas de otras religiones, etc.

 

Incluso en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles. ¿Y por qué se iba a cambiar esta forma de concebir y de escribir la “historia” en tiempos de Jesús? En el nuevo testamento, no se esfuman los ángeles. Siguen los sueños. El diablo entabla conversaciones programáticas con Jesús, y martiriza a una piara de cerdos. En los Evangelios, las estériles siguen pariendo, las vírgenes dan a luz. Y las estrellas caminan y se paran a gusto del historiador. Al enviado de Dios se le exigen signos (milagros) para demostrar quién era.

 

¿Cómo contar la “venida del Espíritu” sino en forma de lenguas de fuego? ¿Cómo narrar que Jesús se fue con el Padre, sino desde un monte, elevándose, y finalmente corriendo el velo de una nube?

 

Y entonces, salta la pregunta lógica, ante la que no cabe el miedo, sino el estudio:

 

Si, en la Biblia, hay tanta leyenda, tanto mito, tanta alegoría, tanto género literario... ¿no será todo un cuento sin ningún fondo de historia? ¿No serán, también, Yahvé y el mismo Jesús un mito más?

 

En principio, todo pueblo que se precie tiene en sus orígenes un cúmulo de leyendas, de mitos, de historias nebulosas que intentan explicar sus más profundas y lejanas raíces. Recuerden a D. Pelayo, el Cid, el moro que lloró como mujer al salir de Granada y tantas otras historias en las que es difícil separar leyenda y reportaje.  Pero, incluso lo que es sólo leyenda como el “Santiago y cierra España”, sirve para entender la historia. 

 

La Biblia es la historia de un pueblo que se siente querido por su dios. Que, poco a poco, descubre que su dios es el único Dios. Que descubre que las normas de la convivencia humana son queridas por Dios. Que cuenta entre los suyos a personajes llenos de fe en ese Dios  y cuya fe les impulsa a hablar al pueblo, a los jefes del pueblo, y a los sacerdotes del  templo haciéndoles ver su apostasía diaria, su hipocresía, su injusticia y su manipulación del nombre de Dios.

 

Y resulta que en esa historia actúa Dios. Y a través de esa historia, Dios se manifiesta a ese pueblo. Y finalmente, aparece claro que no es sólo a ese pueblo sino a todo hombre y a todos los pueblos a quienes se manifiesta Dios. Que es Dios quien “está hablando” en medio de la bruma del acontecer humano. Y cuando llegó la plenitud de los tiempos, ese Dios se hace Palabra y acampa entre los hombres. Esa Palabra de Dios – ¡todo un discurso! – es Jesús, el de Nazaret.

 

Pero la actuación de Dios, la palabra de Dios en esa historia de un pueblo, escrita como todas las historias de cualquier pueblo, sólo se descubre con buena voluntad, con estudio y con fe. Y siempre habrá quien tiene “ojos y no ve, y tiene oídos y no oye”.

 

 

 

 

Lo antiguo sigue vivo

 

 

Hemos bautizado lo antiguo, olvidando que todo bautizo es una muerte y que la vida nueva solo florece sobre la tumba de lo viejo.

 

Los ritos sacramentales, las ordenaciones sacerdotales, las consagraciones de obispos y de templos, las aguas benditas, los aceites, las unciones, los ayunos, las abstinencias, las cenizas, los altares... son hipotecas del Antiguo Testamento o residuos meramente paganos.

 

Por supuesto que el hombre como materia y poesía que es, tiene que manifestarse y encontrarse a través de signos. Pero los signos valen cuando significan algo. Los signos los crean los tiempos, las culturas, las circunstancias. Una mano tendida; un abrazo en silencio; el regalo de una flor; una corbata bien o mal colocada; un anillo; una cadena de oro en el cuello o unos grilletes en los pies; una sotana negra por las calles de Madrid... Todos son signos que, en su silencio, van hablando o gritando un discurso, armonioso o distorsionante.

 

Pero los signos valen cuando dicen algo que se entiende. ¿Son muchos los que pueden captar el significado de los ropajes, gestos o rituales litúrgicos? Signos de otros tiempos tras los que se esconde una historia desconocida o, lo que es peor, una filosofía y una teología errónea.

 

Seamos sinceros. Hoy dia, el ceremonial del culto, en la mayoría de los casos, no ayuda a unir al pueblo entre sí, ni hace presente a Jesús en medio de la asamblea.


 

El Vaticano II llegó tarde y se quedó corto. Hay que reconocer el esfuerzo del Vaticano II por actualizar la liturgia. Pero además de llegar tarde, quedó reducido al abandono del latín, a unas guitarras y canciones, y a que el cura no tuviera la mala educación de dar la espalda al pueblo.

 

Sigue intacto el engranaje conceptual, la simbología y el lenguaje teológico procedente del Antiguo Testamento, vestidos con ropajes de imperialismo pagano. O, en el mejor de los casos, se ha conseguido una mezcolanza insulsa y a veces contradictoria.

 

Se sigue hablando de “santo sacrificio, expiaciones, víctimas propiciatorias, rescate, corderos,  tabernáculos, Jerusalenes celestiales, purificaciones...” Y se sigue recurriendo a signos ya huecos, anacrónicos. ¡Qué pocas celebraciones litúrgicas son digeribles o simplemente inteligibles! Faltó valentía y coraje para permitir que floreciese una celebración cristiana de perdón mutuo, fraternidad, y alegría ante un destino y un Padre común.

 

En la actual liturgia falta teología cristiana. Casi todo se reduce a una mala actualización de los ritos, símbolos y terminología del Antiguo Testamento. El pueblo sigue “asistiendo y oyendo misa”. Y siempre en un Templo: la casa del Señor. A pesar de que había quedado claro que la única casa de Dios era el hombre y la comunidad humana.

 

¿Cómo quieren Uds. que para encontrar a Jesús haya que repetir el ritualismo y la terminología del Antiguo Testamento en un mundo informatizado e iluminado por el láser, que se pasea por la Luna y por Marte, en el que se enfrentan no civilizaciones distintas sino en el que se ven obligados a convivir el siglo V con el siglo XXI, masas analfabetas y hambrientas con el lujo más refinado?

 

¿Qué le dice hoy a la gente lo del divino cordero, el pan ázimo, la unción etc.? ¿Qué significado tienen las casullas, las mitras?

 

-“¡Es que son símbolos!”

- Pero, hoy, la simbología del mundo es otra.

 

-“¡Hay que conocer la historia!”

- Por supuesto que hay que conocerla. Pero no para repetirla.

 

Hay que tener coraje para crear la historia.

 

 

 

 

La venganza de la Torá

 

 

La Edad Media fue la venganza de la Torá.

 

Torá es un nombre hebreo que significa, en primer termino, ley. Después pasa a significar todas las leyes recogidas en el Pentateuco. Más tarde, Torá es todo el Pentateuco (los cinco libros fundamentales). Y por fin, Torá se convierte en un sinónimo del Antiguo Testamento judío.

 

¿Quién triunfó en la Edad Media europea y mediterránea, el Evangelio o el Antiguo Testamento? Esta pregunta provocativa es igual a estas otras: ¿la estructura del llamado occidente cristiano está cimentada sobre los evangelios o sobre el pentateuco? ¿cuál fue el modelo, el reinado de Jesús el de Nazaret o el reino Teocrático de David?

 

El problema no empezó en la edad media. El problema quedó planteado, con la máxima crudeza, en la iglesia judeocristiana de los primeros días. Pablo tuvo que luchar contra todos para arrancar a los discípulos de Jesús de la ideología judía. Ganó Pablo, a medias, aquella batalla, pero la guerra quedó larvada con todos los virus.

 

El pueblo cristiano se consideró siempre a sí mismo heredero de Israel, es decir pueblo escogido de Dios. Hoy diríamos en términos políticos que a la muerte de Jesús, entre la Ley judía y Jesús no hubo ruptura sino transición. Sólo hubo ruptura para Jesús porque murió condenado. Pero la sociedad que emergía de la nada con fuerza masiva no supo romper ni supo inventar nuevas formas, nuevos símbolos, ni casi nuevo lenguaje, y lo copió del Antiguo Testamento.

 

Fue uno de los descuidos de Jesús: no haber dejado escrita una constitución con sus leyes orgánicas, sus reglamentos, sus organigramas. Él despachó el asunto recalcando que la forma de gobierno para la nueva sociedad no tenía nada que ver con las formas de gobernar de este mundo.

 

Ya mucho antes de que se formase la llamada cristiandad, los responsables del pensamiento y de las comunidades cristianas, ante la dificultad enorme que suponía inventar el Reino de Jesús, volvieron su mirada al Antiguo Testamento. Se copiaron las instituciones y disposiciones legales de los antiguos libros sagrados. Fundamentaron la moralidad, el orden y la jerarquía en textos del Antiguo Testamento. No se sabía vivir sin clero y se fraguó, poco a poco, un estado clerical resultado de aunar la visión griega romanizada y la visión judaica.

 

Jesús no había dejado nada más que Fe y poesía. Es decir, utopía. Y se sabe que la utopía no sirve para organizar.

 

Fue mucho más fácil reeditar el Reino de David que instaurar el reinado de Jesús. ¡Claro que es más bonito el Templo con paredes de oro y alfombras en los suelos de mármol, con trompetería de órganos!

 

A la Edad Media le debe la Iglesia Romana toda su organización, toda su expansión, todo su poder, toda su riqueza. Volvió nuevamente la Teocracia de David y Salomón con sus palacios, sus templos y su Torá retocada, bautizada y romanizada, y su nueva casta sacerdotal.

 

Para dirigir una sociedad con ese poderío divino, la autoridad tenía que proceder de Dios. El año 672, en Toledo, se unge la cabeza del rey Wamba, el primer rey ungido de la nueva era. Le seguirán Pipino el francés o Egfrid el inglés. Exactamente igual que con Saúl y David.

 

A partir del siglo VI, el lugar de reunión de la asamblea o familia cristiana, vuelve a ser la casa de Dios y se consagran los templos como se hacia en el Antiguo Testamento. Hacía falta el esplendor de la antigua ley.


 

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