VATICANO 2035
Lo he pasado estupendamente este verano leyendo una novela
con este título de un tal “Monseñor Pietro de Paoli” que me
imagino es un seudónimo.
Como se ve por el título, va de eclesio-ficción,
pero lo que me ha sorprendido ha sido darme cuenta de qué
normales y naturalísimas me han resultado las cosas que
pasan en ella: un papa que dimite al cumplir los 80 porque
es la edad límite para los cardenales; un sínodo europeo que
decide la ordenación de hombres casados; una influencia
creciente de los “Templarios de Cristo” con su rama seglar
“Templum Christi”, hasta que uno de ellos llega a papa;
comienza una “década negra” hasta que se muere y eligen a un
francés que emprende grandes reformas pero muere en un
atentado y finalmente a Tomás I, el protagonista de la
novela, viudo con dos hijas y premio Nobel de la Paz por
haberla conseguido entre israelíes y palestinos.
Una de sus decisiones es crear en cada diócesis un
organismo de reconciliación para los hombres y mujeres que
se encuentran en una situación canónica de separación o de
ruptura y desean restablecer su comunión eclesial. Otra,
nombrar cardenalas a tres mujeres: una teóloga feminista,
una directora general de la UNESCO y una monja dedicada a
los últimos.
A lo que voy no es tanto a contarles la novela, que se la
pueden comprar, sino a compartir los efectos de su lectura,
mayormente el de que muchas cosas de las que ahora vivimos,
han empezado a parecerme raras. Ya antes me lo parecían un
poco, pero ahora se me ha agudizado esa sensación:
¿No es raro que estando en el Evangelio tan clarito lo de
“no llaméis a nadie señor, no llaméis a nadie padre”,
tengamos la Iglesia llena de padres, abades, monseñores y
eminencias ilustrísimas?
¿No es raro que haya obispos a quienes no les alegre que
haya curas capaces de convocar a gentes del margen, o que
sean queridos por los inmigrantes a los que ha dado cobijo?
¿No es raro que estando constituida la mitad de la
humanidad por hombres y la otra mitad por mujeres (menos en
China donde hay menos), no haya rastro ni huella de esta
segunda mitad en el gobierno de la Iglesia?
¿No es raro que siendo la Eucaristía el centro de la vida
de la Iglesia y habiendo en tantos lugares escasez de clero,
siga estando supeditada su celebración a que haya algún
varón célibe ordenado para hacerlo?
¿No es raro que nos resulte asombroso y digno de encarecido
encomio que la Conferencia Episcopal de EE.UU. declare:
“Recomendamos insistentemente que en todos los programas de
formación de candidatos al diaconado y al sacerdocio, se
enfatice la importancia de que el clero sea capaz de
trabajar y cooperar con un talante igualitario con mujeres,
dejando de lado cualquier espíritu competitivo”? ¿Quizá
porque nos resulta inimaginable que se recomiende algo
parecido en algún seminario diocesano de por aquí?
¿No es raro que los temas relacionados con la clase de
religión o la dichosa asignatura de educación para la
ciudadanía provoquen tanto sofoco y tantas declaraciones, y
no exista en cambio ni una dedicada a recordar a quienes
contratan mujeres sin papeles en el servicio doméstico, que
pecan gravemente si las explotan?
Rarísimo todo, no cabe duda. Pero, quizá a fuerza de
parecérnoslo, vayamos encontrando mucho más normales cosas
que el evangelio parece dar por supuestas y que aún tenemos
bloqueadas.
El desenrarecedor que nos desenrareciere, buen
desenrarecedor será. Y ¿no parece que Jesús tenía
precisamente esa cualidad?
Dolores Aleixandre
ALANDAR
LA TORRE
del libro Vaticano 2035
de
Mons. Pietro di Paoli
Ed. de Bolsillo, Barcelona 2006
pp. 558-561
Palabras del papa Tomás I, año 2035.
“Durante mucho tiempo he intentado descubrir qué grandes
bienes eran esos que me agobiaban, que agobiaban a la
Iglesia que Pedro y sus sucesores recibieron a su cargo.
Entonces miré alrededor para descubrir cuál era ese tesoro,
la riqueza inmensa sobre la que descansamos.
Y eso fue lo que apareció ante mí: este tesoro se parece a
una torre; sin duda la más increíble, la más bella
construcción que la humanidad ha sabido erigir con manos
humanas de generación en generación desde hace veinte
siglos; una torre que va más allá de las lenguas y las
culturas de todos sus constructores, que supera los miedos y
las dudas, que va más allá del tiempo y la historia, de la
geografía, de las desavenencias y las transformaciones, de
las tribulaciones; una torre a la que no dejamos de añadir
piedras, que crece sin cesar, tendida hacia el cielo,
tendida hacia el Padre, fundada sobre Cristo y el Evangelio.
Los constructores no han sido unos locos, no han edificado
sobre arena sino sobre la roca, sobre Cristo; y las piedras
que son los padres, Ireneo, Jerónimo, Agustín; las piedras
que son los doctores, Juan Crisóstomo, Tomás, Teresa de
Ávila y Juan Pablo el Grande, ascienden todas hacia el
cielo, hacia Dios.
¿Quién puede destruir esta Torre? ¿Quién puede desear
destruida? Ella es nuestro tesoro, la Tradición, lo que,
desde nuestros primeros padres hasta los últimos, nos ha
educado en la comprensión de la Escritura, en el
desvelamiento de la Verdad revelada.
Sé que nuestra Torre no nos permitirá nunca tocar a Dios,
conocerlo; pero ¡qué tentadora es la ilusión de pensar que
Dios se deja atrapar! ¡Qué fácil es, para quien se encuentra
tan alto, tan cerca del cielo, quemado por el sol, pensar
que comprenderá, que lo comprenderá todo, y que incluso
atrapará la luz e iluminará su torre!
Cuando Dios viene al mundo, no se explica; se entrega.
En la cima de nuestras sumas teológicas, en el remate del
edificio, en las capas de nubes entre la Tierra y el cielo,
nos parece ya oír el canto de los ángeles; nuestro saber nos
ha acercado a sus alabanzas.
Ya no somos del mundo, ahora estamos fuera del mundo, y
desde estas alturas, aéreos ya, podemos observar el mundo de
los hombres: los paisajes aplastados por la altitud,
desfigurados por la altura, reducidos a simples motivos
geométricos, rectángulos de campos, manchas de ciudades y
trazos de carreteras; un mundo que parece simple. ¡Qué
tentadora es esta ilusión de pensar que el mundo se deja
ordenar! ¡Que podemos poseer la explicación de sus
desórdenes, para escribir su historia clara, recta,
inspirada!
Cuando Dios viene al mundo, no lo explica; recorre sus
caminos.
¿Qué hemos hecho de la Torre, edificio sin arquitecto cuyas
piedras han sido colocadas aquí, y allá rechazadas?
Construcción anárquica a veces, cuya belleza reside en su
grandeza: algunas torrecillas frágiles son como
excrecencias; algunas escaleras no conducen a ninguna parte;
algunas cámaras son habitaciones ciegas, sin salida... y en
adelante nadie se atreve a sacar la menor piedra, por miedo
a que el edificio se derrumbe. ¿Hay que ocultar esta
anarquía de las piedras agrupadas, hay que levantar murallas
en torno al bosque de piedras, en torno a la abundancia
mineral de la Torre, para disimular nuestra debilidad a ojos
de los adversarios?
Desde hace veinte siglos hemos levantado murallas en torno a
nuestra roca fundacional, para que nadie pudiera llegar a
Cristo sin pasar por nuestras puertas y nuestros puentes.
Desde hace veinte siglos cimentamos las piedras, levantamos
otros muros, infalibles, inexpugnables, en torno a nuestras
piedras; nos parece que la empresa está muy cerca de
triunfar, que pronto tocaremos el cielo; hay que evitar que
el Adversario suba y penetre en nuestros muros...
Las murallas han dado nueva coherencia al edificio; hemos
restablecido toda la Torre para formar un solo bloque,
poderoso, fortaleza inexpugnable; en adelante, la Tradición
viva estará grabada en las tablas de piedra del Dogma; así
la tenemos a mano, podemos recorrerla, no se nos escapará.
Lo que estaba inscrito en los corazones de carne de los que
nos precedieron, está ahora grabado en la piedra.
Desde hace unos meses entreabrimos nuestras puertas para que
nuestros hermanos de otras Iglesias cristianas pudieran
entrar en la Torre y revisitarla tal vez, aportarle sus
piedras... ¡Que vengan! Y, con todas las defensas bajas,
podremos acogerlos y dialogar. ¿Es esto suficiente? Creo que
es necesario que hagamos más. Creo que el Señor nos llama a
abandonar nuestros mayores bienes para seguirlo.
Mientras permanezcamos en la Torre, nos será imposible
seguir a Cristo por los caminos; salvo si pensamos que él
está allí, que hemos conseguido encerrarlo, que se encuentra
cercado en nuestra construcción... ¡Y ay de nosotros si es
así! ¡Porque nos estaremos engañando sobre nosotros mismos y
sobre Dios!
Creo que tenemos que descender de la Torre. Creo que debemos
dejarla atrás, sin giramos, sabiendo que se yergue aún en la
lejanía; dejemos que los historiadores, los arqueólogos del
dogma, la revisiten, tomándose el tiempo de recorrer sus
salas, sus sótanos, de acariciar las piedras, de contemplar
el conjunto.
Pero nosotros dejemos atrás las piedras muertas, no nos
llevemos con nosotros sino la Tradición viva y la Palabra,
emprendamos el camino desde hoy para seguir al Hijo del
Hombre, que no tiene una madriguera como el zorro, que no
tiene una piedra donde reposar la cabeza. Nosotros le
interrogamos: «¿Dónde habitas? Y él nos llama: «Venid y
ved...
Vayamos. Veamos.
Pongámonos en camino, dejemos de ascender hacia el cielo;
recorramos la Tierra, simplemente desarmados por su Palabra,
leyendo y releyendo lo que nuestros padres supieron y
conocieron de Dios, inspirados por el Espíritu Santo; pero
sosteniendo que no sabemos nada.
Bajemos de la Torre, surquemos la Tierra, para que de todas
las naciones hagamos discípulos. Y Él estará, lo prometió,
siempre con nosotros hasta el fin del mundo.