LA IGLESIA CORRE EL RIESGO
DE CONVERTIRSE EN UNA SUBCULTURA
Entrevista a Mons. Rouet, Arzobispo de Poitiers
El arzobispo de Poitiers, Monseñor Albert Rouet es una
de las figuras más libres del episcopado francés. Su
obra “J’aimerais vous dire” (Me gustaría deciros) Bayard,
2009, es un best-seller en su categoría. Ha vendido más
de 30.000 ejemplares y ha recibido el premio 2010 de los
lectores de La Procure (la mayor librería católica de
Francia). Es un libro de entrevistas que lanza una
mirada bastante crítica sobre la Iglesia católica.
Con motivo de la Pascua, Mons. Rouetnos entrega sus
reflexiones de actualidad y su diagnóstico sobre la
institución.
La Iglesia católica se ve sacudida desde hace meses por
la revelación de los escándalos de pedofilía en varios
países europeos. ¿Le han sorprendido?
Me gustaría precisar una cosa primero: para que haya
pedofilia se precisan dos condiciones, una perversión
profunda y poder. Lo que significa que todo sistema
cerrado, idealizado, sacralizado, es un peligro. En la
medida en que una institución –incluida la Iglesia- se
constituye en base a un derecho privado, se cree en
posición de fuerza, y hace posibles las derivas
financieras o sexuales. Es lo que revela esta crisis y
ello nos obliga a volver al Evangelio, a la debilidad de
Cristo, que ha de constituir la forma de ser de la
Iglesia.
En Francia, la Iglesia no tiene ya este tipo de poder,
por lo que estamos frente a faltas individuales, graves
y condenables, pero no ante un asunto sistemático.
Estas revelaciones llegan después de varias crisis que
han jalonado el pontificado de Benedicto XVI. ¿Qué es lo
que pone a la Iglesia en apuros?
Desde hace algún tiempo, la Iglesia sufre tormentas
internas y externas. Tenemos un papa que es más un
teórico que un historiador. Sigue siendo el profesor que
piensa que cuando un problema está bien planteado está
ya medio resuelto. Pero en la vida, esto no es así; nos
enfrentamos a la complejidad, a la resistencia de lo
real. Lo vemos claramente en nuestras diócesis donde
¡hacemos lo que podemos!
La Iglesia tiene dificultades para situarse en el
agitado mundo de hoy. Y ese es el corazón del problema.
Me preocupan dos cosas de la situación actual de la
Iglesia.
Se da hoy en ella una congelación de la palabra. Por
tanto, cualquier cuestionamiento de la exégesis o de la
moral se juzga blasfemo. El cuestionar es algo que ya no
se produce automáticamente y es una pena.
Al mismo tiempo, en la Iglesia reina una atmósfera de
suspicacia malsana. La institución se enfrenta al
centralismo romano que se apoya sobre toda una red de
denuncias. Ciertas corrientes pasan el tiempo
denunciando las posiciones de tal o cual obispo,
haciendo informes contra uno, guardando fichas contra
otro. Y esto se intensifica con Internet.
Por otro lado, veo una evolución de la Iglesia paralela
a la de nuestra sociedad. La sociedad quiere más
seguridad, más leyes; la Iglesia, más identidad, más
decretos, más reglamentos. Nos protegemos, nos
encerramos. Es la señal misma de un mundo cerrado, ¡y es
un desastre!
En
general, la Iglesia es un buen espejo de la sociedad.
Pero actualmente, en su interior son especialmente
fuertes las presiones relativas a la identidad. Hay toda
una corriente, que no reflexiona mucho, que ha asumido
una identidad de tipo reivindicativo. Después de la
publicación en la prensa de caricaturas sobre la
pedofilia en la Iglesia, ¡he recibido reacciones dignas
de los integristas islámicos con ocasión de las
caricaturas de Mahoma! Al aparecer de forma ofensiva,
uno se descalifica.
El
presidente de la conferencia episcopal, Monseñor André
Vingt-Trois, ha vuelto a decirlo en Lourdes, el 26 de
marzo: la
Iglesia francesa está marcada por la crisis
de vocaciones, el descenso en la transmisión de la fe,
la disolución de la presencia cristiana en la sociedad.
¿Cómo vive usted esta situación?
Trato de tomar nota de que estamos al final de una
época. Hemos pasado de un cristianismo de costumbre a un
cristianismo de convicción. El cristianismo se había
mantenido sobre el hecho de que se había reservado el
monopolio de la gestión de lo sagrado y de las
celebraciones. Con la llegada de nuevas religiones y con
la secularización, la gente ya no recurre a esa idea de
lo sagrado.
Pero ¿acaso podremos decir que la mariposa es “más” o
“menos” que la crisálida? Es otra cosa. Por eso yo no
razono en términos de degeneración o de abandono:
estamos en proceso de mutación. Nos falta calcular la
amplitud de esa mutación.
Mire mi diócesis: hace setenta años, tenía 800 curas.
Hoy en día, tiene 200, pero también cuenta con 45
diáconos y 10.000 personas involucradas en las 320
comunidades locales que comenzamos a crear hace quince
años. Y eso es mejor.
Hay que acabar con la pastoral tipo SNCF [la
Renfe en España]. Hay que cerrar algunas
líneas y abrir otras. Cuando uno se adapta a la gente, a
su manera de vivir, a sus horarios, la asistencia
aumenta, también a la catequesis. Y la Iglesia tiene
esta capacidad de adaptación.
¿De qué forma?
Nosotros ya no tenemos el personal suficiente para una
división territorial con 36.000 parroquias. Y entonces,
o bien lo consideramos una desgracia de la que hay que
salir a cualquier precio y resacralizamos al cura, o
bien inventamos otra cosa. La pobreza de la Iglesia es
una invitación a que abramos nuevas puertas. ¿La Iglesia
debe apoyarse en sus clérigos o en sus bautizados? Yo
pienso que la Iglesia debería confiar en los laicos y
dejar de funcionar sobre la base de una división
territorial medieval. Esto es un cambio fundamental. Y
un reto.
¿Ese reto supone el abrir el sacerdocio hacia los
hombres casados?
¡Sí y no! No, ya que imagínese que mañana yo pueda
ordenar a diez hombres casados, que los conozco, no es
eso lo que falta. No podría pagarles. Deberían trabajar,
por lo tanto, y no estarían disponibles más que los
fines de semana para los sacramentos. Así regresaríamos
a una imagen del cura vinculada sólo al culto. Sería una
falsa modernidad.
Sin embargo, si cambiamos la manera de ejercer el
ministerio, si su función en la comunidad es otra,
entonces sí, podemos considerar la ordenación de hombres
casados. El cura no debe seguir siendo el patrón de la
parroquia; debe de apoyar a los bautizados para que se
conviertan en adultos de fe, debe formarlos, evitar que
se replieguen en sí mismos…
Es
él, el cura, quien debería recordarles que son
cristianos para los otros, no para sí mismos. Entonces,
él presidirá la eucaristía como un gesto de fraternidad.
Si los laicos siguen siendo menores de edad, la Iglesia
no tendrá credibilidad. Ella debe hablar de adulto a
adulto.
Usted considera que la palabra de la Iglesia ya no se
adapta al mundo. ¿Por qué?
Con la secularización, se formó una especie de “burbuja
espiritual” dentro de la cual flotan las palabras.
Comenzando por la palabra “espiritual”, que cubre
prácticamente cualquier tipo de mercancía. Por lo tanto,
es importante dar a los cristianos los medios para
identificar y expresar los elementos de su fe. No se
trata de repetir una doctrina oficial sino de
permitirles decir libremente su propia adhesión.
Frecuentemente es nuestra manera de hablar la que no
funciona. Hace falta descender de la montaña al llano y
hacerlo humildemente. Para ello se requiere de un gran
trabajo de formación, ya que la fe se había convertido
en algo de lo que no se hablaba entre cristianos.
¿Cuál es su mayor preocupación sobre la Iglesia?
El
peligro es real. La Iglesia corre el riesgo de
convertirse en una subcultura. Mi generación estaba
apegada a la idea de inculturación, a la inmersión en la
sociedad. Hoy en día, el riesgo es que los cristianos se
encierren y endurezcan simplemente porque tienen la
impresión de estar frente a un mundo de incomprensión.
Pero no es acusando a la sociedad de todos los males
como alumbramos a la gente. Al contrario, hace falta una
inmensa misericordia para con este mundo donde millones
de personas mueren de hambre. Nos toca a nosotros
amansar a ese mundo, nos toca a nosotros volvernos más
amables.
Stéphanie Le Bars
Le
Monde 03/04/10
Traducción de Inmaculada Franco
Recogido de
Eclesalia