EL REINO DE DIOS
ESTÁ DENTRO DE NOSOTROS
No se trata de un anuncio de cómo será
el final. Jesús nunca explica esos "cómos".
(Entre otras cosas porque no lo sabe). La
escena del Juicio Final precisa cuál es
el contenido del juicio, no cómo será la
escena del juicio.
El contenido del juicio, su materia,
es lo que le importa a Jesús.
Es importante recordar que este texto
pertenece al género parabólico y una
parábola – recordemos – es una narración
inventada para comunicar un contenido, un
mensaje. Así pues, hay que distinguir entre
el envoltorio del mensaje, y el mensaje
mismo.
El envoltorio es la escena del juicio, el
juez, los ángeles, las ovejas y las cabras,
las palabras del juez y de los juzgados, la
herencia del reino preparado, el fuego
eterno y sus ángeles... Son imágenes tomadas
de la tradición de Israel, que Jesús aplica
para que todos le entiendan.
El mensaje de Jesús es la materia del
juicio, y esa sí que es revolucionaria,
sorprendente, nueva, acorde con todas las
líneas de fuerza del evangelio. Y se
condensa en la frase "a mí me lo hicisteis".
La antigua línea del "misericordia quiero y
no sacrificios" (Mt 9,13, citando a Oseas
6,6) culmina en esta espectacular
afirmación: servir a Dios es servir al
prójimo; no hay otra manera de servir a Dios
que servir al prójimo. Y esto se subraya con
la repetición en negativo de la misma
afirmación: no servir al prójimo es no
servir a Dios.
Para subrayar la importancia definitiva de
este mensaje, que condensa toda la enseñanza
de Jesús, se ha montado toda la escenografía
del juicio de las naciones, de los ángeles,
de la condena...
El sentido está muy por encima de
interpretaciones tan superficiales como:
"los malos irán al infierno", "al final,
Dios será un juez implacable”... Todas esas
maneras de interpretar no son más que
aprovechamientos de predicadores
superficiales para meter miedo al rebaño. El
mensaje es mucho más profundo y mucho más
sencillo: son de Jesús los que ponen la vida
al servicio de los demás; los que no lo
hacen, por más que digan o practiquen
cultos, no son de Jesús.
Jesús no es rey. No es un rey como los reyes
son reyes. El reino de Dios no es un estado.
Recordemos algunas citas significativas
"Los que visten ropas delicadas están en los
palacios de los reyes" (Mt.11,8)
"Los jefes de las naciones las gobiernan
como dueños y los grandes hacen sentir su
poder. No debe ser así entre vosotros. Al
contrario, entre vosotros, el que quiera ser
grande, que se haga vuestro criado… (Mt.20,20
y ss.)
Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he
lavado los pies, también vosotros os debéis
lavar los pies unos a otros. (Jn.13)
Jesús no es rey. Y Dios no es rey. Jesús
revela a Dios más que nunca cuando se pone a
lavar los pies y más aún cuando muere
despreciado y "vencido" en la cruz. Dios es
así, lo vemos en Jesús. Dios es el que da la
vida por las ovejas.
La imagen del Todopoderoso, Rey de reyes y
Señor de señores, Altísimo, Señor de los
ejércitos, Gobernador del Universo, nos
interesa poco. Nos interesa lo que hemos
visto de Dios en Jesús. Y hemos visto a Dios
enamorado, trabajando por sus hijos, capaz
de dar la vida, puesto al servicio.
Mientras no nos cambiemos al Dios de Jesús,
estamos lejos del Reino. El Reino de Dios
está dentro, no fuera, está en la
disposición de servir, está en la necesidad
de agradecer el bien recibido, está en la
idea clara de que “Dios no está pero sus
hijos sí. Dios no está, pero yo sí estoy”
Esta "parábola" culmina y encierra a todas
las demás. Un ejemplo, la del buen
samaritano. Al sacerdote y el levita podría
decir "me visteis desnudo y herido y no me
ayudasteis; no os conozco". Y el samaritano,
hereje y enemigo del Templo de Jerusalén, se
extrañará de las palabras del Juez: "¿Cuándo
te vi desnudo y herido...?". Y escuchará:
"¿No te acuerdas del camino de Jerusalén a
Jericó?"
Cristo tiene que reinar, es decir: las
personas humanas tienen que ser liberadas
del mal, tienen que vivir como hijos, tienen
que conocer a su padre.
Podremos entronizar a Jesucristo en nuestras
casas cuando no haya pobres entre nosotros,
cuando vivamos respetando la naturaleza,
cuando nuestras relaciones se basen en el
respeto y en el perdón. Ese es el reino que
está por construir.
Los judíos esperaban a un mesías-rey. Jesús
se presentó como un mesías anti-rey. Jesús
fue para aquellos judíos el anti-cristo, lo
contrario que el cristo que esperaban.
El Reino de Dios es el anti-reino de los
reyes de la tierra. Jesús es el anti-rey.
Por eso no es bueno que le vistamos con
atributos de reyes de la tierra, ni que
celebremos nuestro culto con oros y sedas
propios de los reyes de la tierra.
Jesús es el rey de la compasión, el rey del
servicio, el rey de la consecuencia, el rey
de la entrega. En todas esas cosas es rey. Y
en ninguna de las que ostentan los poderes
de este mundo.
Jesús tiene otros
poderes. Jesús es capaz de curar, Jesús
quita el hambre y la sed, Jesús puede
con-padecer, Jesús tiene palabras que hacen
vivir, Jesús puede preferir a los últimos,
Jesús es capaz de sembrar, y de sembrarse, y
de ser levadura y sal y lámpara, Jesús puede
arriesgar la vida por los culpables, Jesús
puede reconciliar, Jesús puede perdonar,
Jesús tiene el poder de encontrar a su Padre
en la oración, de conectar con el Padre sin
dejar de ser verdadero hombre, Jesús tiene
el supremo poder de dar la vida.
Jesús tiene el poder de
la semilla, de la sal, del grano de mostaza,
del vino, del pan. Esos son sus poderes, los
que no tienen los reyes.
Y esos son los poderes
de la Iglesia, nuestros poderes. Si
ejercemos esos poderes, nosotros la Iglesia
somos por un lado irresistibles y por otro
lado, aborrecidos por los “otros poderes”.
En los tres primeros
siglos la Iglesia era perseguida, no tenía
poderes regios. Pero poco después los
poderes de “el mundo” ya se habían instalado
dentro de la misma Iglesia, la habían
invadido... y actuaba con los mismos
criterios que antes la perseguían. No
repitamos el mismo error.
Algunas veces
entendemos nuestra misión, nuestro trabajo
de que “conozcan a Jesús” como un constante
estado de predicación, de sermoneo, de
controversia. Quizá sea el carisma de
algunos, pero no es el carisma habitual. El
carisma básico de la Iglesia, lo que le
otorga máximos poderes, es ser, vivir con
los criterios y valores de Jesús...
silenciosamente, como la sal que sólo se
nota cuando falta o cuando sobra.
El poder de lo
cotidiano bien hecho. El poder de ser digno
de confianza. El poder de ser un buen amigo.
El poder de que se puede contar con
nosotros. El poder de la humildad, de querer
pasar desapercibido. El poder de
interesarse, el poder de ser agradecido, el
poder de no juzgar...
Esas cosas son las que
tienen el máximo poder, poder de convicción,
poder de invitación, poder de ser
evidentemente satisfactorias. Vivir así es
anunciar el Reino. A la Iglesia nos sobran
hoy palabras sobre Dios y sobre Jesús. Todo
el mundo nos oye, pero no ven en nosotros lo
que veían en Jesús. No tenemos su poder.
José Enrique
Galarreta