Flores de san José
Queridos
amigos, amigas:
Ante la
fiesta de san José, quisiera honrar la humilde memoria del
carpintero de Nazaret. Humilde y hermosa, como esas flores
amarillas que se abren junto al camino formando coronas, que
florecen en parajes sombríos y húmedos antes de la Pascua.
Pero ¿qué
sabemos nosotros de san José? No sabemos casi nada, pero no
importa. Basta mirarlo, sin mayores exégesis. La mirada
sencilla descubre muchas cosas esenciales que no sabemos por
la historia y por los libros, pero ayudan a vivir. Y aquello
que ayuda a vivir y seguir caminando es real, es verdad.
Y ni
siquiera importa que yerren nuestras mentes y nuestros
pasos, sino que sigamos viviendo y caminando humildemente, y
mirando las flores. Mirándolas veremos que en ellas nos mira
Dios con inmensa ternura y simplicidad, y con su mirada nos
hace santos y bellos como las flores de san José.
De san
José, los evangelios no nos dicen casi nada, y él no dice
nada en los evangelios. ¡Oh, qué tiempos aquellos en los que
el humilde patrón de la Iglesia no decía nada, sino sólo
cuidaba de Jesús y de María y de todos sus hijos!
¡Qué
evangelios éstos en los que el sensato José calla, no sienta
cátedra, ni pronuncia excomuniones, ni alza la voz urbi
et orbi para condenar un simple condón de goma, ni
organiza un caro viaje hasta el corazón del África negra y
verde, el África llena de dolor y de ritmo, para advertir
contra el exceso de canto, de color y de danza en la
liturgia!
¡Estos
evangelios en los que Jesús es amigo de la fiesta, amigo de
cantar y de bailar, de gozar del cuerpo y de la vida, de
aliviar el dolor y consolar el alma! Así encarnó Jesús al
Dios compasivo y alegre, y mucho de todo ello lo habría
aprendido de su padre José.
Y, sin
embargo, en estos evangelios, José es el hombre que calla.
(También
en su momento
-muy
pronto-
callará Jesús, cuando entregue su aliento y quede sin voz y
se sumerja en el silencio de Dios; entonces todo estará
dicho en la vida enteramente dada, y el Espíritu de Dios
seguirá hablando desde el silencio de Dios en el corazón de
la vida).
Claro
que, si san José no dice nada en los evangelios, no es
porque fuera mudo, sino porque no debió de parecerles muy
importante lo que dijo y lo olvidaron o no lo recogieron.
Calla porque es silenciado. Pero ¡cuántas cosas aprendemos
mirando su silencio!
Hace año
y medio, el admirado Leonardo Boff publicó un libro sobre
San José. ¡Sí, un libro sobre San José el callado! Y no es
una obra improvisada o fortuita; la venía madurando desde
hacía años, según me dijo él mismo. Y sobre el silencio de
José, escribe:
"La vida
interior es la vida del silencio elocuente y fecundo. En ese
silencio maduran las buenas intenciones, se elaboran los
sueños que dan sentido a nuestra esperanza y nacen las
palabras transformadoras de la realidad...
José es
el patrón de la gran mayoría de la humanidad que pasa
desapercibida y anónima en este mundo, que vive en el
silencio y no pocas veces es condenada a vivir en el
silencio inicuo, cuando sería preciso hablar, protestar y
gritar contra palabras que mienten y acciones que oprimen.
El
silencio de José muestra la fecundidad del no hablar, del
hacer; del no expresarse..., pero estando en el lugar
acertado con su presencia y su acción".
El sabio
y buen hermano Leonardo dice muchas cosas hermosas sobre san
José a lo largo de 197 páginas.
La verdad
es que dice también algunas cosas que, a estas alturas, a
más de uno le sonarán a peregrinas. Por ejemplo:
·
que José
nunca tuvo relaciones sexuales con María,
·
que los
hermanos de Jesús eran en realidad primos,
·
que la
paternidad humana (no biológica) de José pertenece "al orden
hipostático", es decir, que todo lo humano de José lo asume
Dios Padre como el Hijo asumió la naturaleza humana de
Jesús, y que, por lo tanto, san José "es la personificación
del Padre"...
Pero en
fin, dejemos esas fantasías y volvamos a mirar a José con
ojos simples.
Cada uno
es muy libre de imaginarle como más le guste, con tal de que
no contradiga demasiado lo que sabemos por la historia, y
siempre que lo que imagina y contempla le ayude a ser mejor.
¿Hay mejor criterio de verdad que la bondad?
Pues
bien, de las pocas cosas que nos dicen de José los
evangelios es que era "justo", y yo prefiero traducirlo como
"bueno". Un hombre bueno, que es muy distinto de un hombre
perfecto, y muy distinto de un hombre extraordinario.
Un hombre
muy normal, con sus más y sus menos, pero más inclinado a
confiar en el otro que a vigilarlo, a tener compasión que a
guardar rencor, a alegrarse con el bien ajeno que a
envidiarlo, a comprender al débil que a condenarlo, y más
dado a quererse que a juzgarse.
Un hombre
no carente de dolores y amarguras, pero no amargado ni
crispado. Un trabajador (carpintero-albañil-fontanero) capaz
de sufrir y de gozar en su trabajo, y honesto, muy honesto
al cobrar.
Un hombre
humilde y libre, que es lo mismo. Un hombre creyente, que es
como decir: capaz de padecer el silencio, la ausencia, la
tardanza de Dios, pero capaz también de desahogar en Dios
todas las penas y de descansar en Él cada noche y de seguir
esperando el día del consuelo universal.
Y,
mientras hacía el bien, aun sin saberlo, José enseñaba a
Jesús a ser bueno, a ser hombre, a ser creyente, a ser feliz
en la pobreza, a ser compasivo, a esperar siempre, a
inventar parábolas, a llamar a Dios dulcemente "abbá", a
soñar a Dios, a encarnar a Dios.
Y eso es
lo más grande de José, y lo más cierto: que fue el padre de
Jesús. Y lo más grande de Jesús es que pasó la vida haciendo
el bien, aunque así le fue. Pero el que hace el bien
resucita siempre en la bondad poderosa que es Dios.
¡Paz y
bien!
José Arregi
Para
orar
Creer de corazón y de palabra.
Creer con la cabeza y con las manos.
Negar que el dolor
tenga la última palabra.
Arriesgarme a pensar
que no estamos definitivamente solos.
Saltar al vacío
en vida, de por vida,
y afrontar cada jornada
como si Tú estuvieras.
Avanzar a través de la duda.
Atesorar, sin mérito ni garantía,
alguna certidumbre frágil.
Sonreír en la hora sombría
con la risa más lúcida
que imaginarme pueda.
Porque el Amor habla a su modo,
bendiciendo a los malditos,
acariciando intocables
y desclavando de las cruces
a los bienaventurados.
José María R. Olaizola, SJ