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DE JUSTOS IMPASIBLES Y PECADORES ENAMORADOS

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Lc 7, 36-50

El relato se inscribe en la larga serie de «comidas de Jesús» que se reseñan en los evangelios, especialmente en Lucas. Parece que Jesús tiene fama, es consi­derado «profeta», y un fariseo importante quiere honrarle - y hon­rarse - invitándole a comer.

Durante la comida se produce el moles­to incidente: se ha colado en la casa una mujer de mala fama. El fariseo se siente violento, sin duda se aparta inconscientemente pa­ra no contaminarse con la pecadora, y juzga que Jesús, como profe­ta, debería hacer lo mismo.

La reacción de Jesús, defendiendo a la mujer y prefiriéndola, tu­vo que causar enorme escándalo. Pero está en perfecta consonancia con sus actuaciones anteriores: tocar leprosos, tocar al muerto, tratar con pecadores... como el médico, que se acerca y toca para curar.

Una antigua tradición identifica a esta mujer con María Magda­lena, sin mayor motivo ni fundamento en los evangelios.

Lucas reseña dos comidas de Jesús en casa de fariseos: ésta y la de 11, 37. Y las dos acaban mal. Ésta por un contraste de personas: justos / pecadores. La siguiente, por una cuestión de purificaciones legales. En los dos casos, se subraya una profunda diferencia entre Jesús y los fariseos, y se produce una ruptura real, que irá enconándose hasta la muerte de Jesús.

El tema va de santos y de pecadores. El fariseo es tenido -y se tiene a sí mismo- por santo, porque cumple escrupulosamente todo precepto, por mínimo que sea.

Esta escrupulosa santidad es tan de­licada que no puede arriesgarse a rozarse con los demás, con la gen­te: le harían perder su frágil pureza. La mujer es «pecadora públi­ca». Nuestra tradición ha querido ver en ella una prostituta, aunque el término podría referirse a cualquier otro tipo de «pecado».

El san­to se retira horrorizado, como apartándose de la tentación, y piensa que el profeta tiene que hacer lo mismo. Es una constante de los fariseos y legistas de Galilea: sin duda, el pueblo de Galilea no es ningún modelo de cumplimiento de los cen­tenares de preceptos legales que consumen la atención moral de los fariseos y los escribas. Y éstos esperan del profeta que les ayude en su misión de adoctrinamiento del pueblo. Pero Jesús se identifica con el pueblo y no con ellos.

En esta ocasión va más lejos: se identifica con la mujer contra el varón y con la pecadora contra el santo. Lo que equivale a una des­calificación mutua. El fariseo piensa, en perfecta lógica, que Jesús no es un profeta. Jesús piensa que el fariseo no es un santo. El fariseo es un santo tan débil que tiene que huir para conservarse. Jesús es un santo tan poderoso que puede acercase a curar.

Pero interesa más aún la justificación que el mismo Jesús ofrece. Aparece la palabra clave, amar, y la explicación de la radical dife­rencia entre el fariseo y Jesús, entre la Antigua Ley y la Buena Noti­cia. Es necesario relacionar este mensaje con la expresión de Marcos 12, 33 en boca del escriba: «Amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los sacrificios y holocaustos».

Éste es precisamente el problema del fariseo, y ésta es la fuerza y la revelación de Jesús. Y éste será el reproche de Jesús a los fariseos y legistas: cumplís al pie de la letra todos los preceptillos y habéis olvidado lo fundamental de la Ley: la justicia, la misericor­dia y la fidelidad, es decir, los resultados del amor, sin el cual ni siquiera tendrían valor la justicia, la misericordia y la fidelidad.

Jesús ofrece un tipo de relación con Dios y con los demás que va más allá de la Ley y de sus cumplimientos. Precisamente porque co­noce y revela la esencia de Dios. La subversión del concepto de Dios nos sigue produciendo el mismo escándalo que produjo Jesús al fa­riseo. No podemos desprendernos del concepto de Dios ante todo justo. Y Jesús va a tener que dar la vida para cambiar ese concepto por el de Dios sobre todo médico y, más aún, enamorado.

Precisamente por eso, Jesús atrae de forma tan llamativa a los pecadores, a la gente corriente e incluso a la gente de mal vivir. La gente corriente no se siente «santa» sino al revés, se siente «man­chada» por la vida misma, lejana a lo sagrado. Entre ellos, algunos se ven arrastrados a situaciones aún peores. Y todo eso, en la men­talidad más tradicional de todas las religiones, significa aparta­miento de Dios, «indignidad».

Para Jesús no es así. Dios está más cerca cuanto más se le necesita. Jesús mismo era así, la gente normal se sentía estimada, la gente con problemas veía en él una solución.

Y es que Jesús sabe mucho de la esencia del pecado: enfermedad, esclavitud. Sabe que el ser humano necesita curación y liberación. Y sabe que las religiones se edifican sobre esquemas de poder para be­neficio de poderosos, de presuntos sabios y presuntos santos, con olímpico olvido de las necesidades de las personas.

Más aún, las religiones, incluso el cristianismo, ha sido muchas veces "machacadoras de pecadores", no un alivio, un consuelo, una curación, sino una expulsión, una condena, incluso a muerte. Pero son las per­sonas, todas las personas, las que son Hijos, objeto del amor de su Pa­dre. Y cuanto más necesitadas, más preocupado está el Padre.

La mujer es preferida al fariseo porque funciona en parámetros de amor, mientras que el fariseo no lo hace. La escena es sorprendente­mente paralela al episodio de la mujer adúltera, en Juan 8. Los fariseos y escribas se mueven en parámetros de cumplimiento de Ley, por los que la mujer deberá ser lapidada. Jesús no quiere más que salvarla, para lo cual eludirá la ley, arriesgará su prestigio y aun su vida.

Finalmente, es reveladora la interpretación que el mismo Jesús hace de la escena y los personajes, contraponiendo la actuación de la mujer con la del fariseo. El resumen es: esta pecadora ha creído en mí, y tú, tan santo, no. Por eso, ésta puede ir en paz, recibe perdón y conoce a Dios, y tú no.

 

PARA NUESTRA ORACIÓN

Propongo un ejercicio de identificación con los personajes.

Ante todo, identificándonos con el fariseo, hurguemos en nuestro espíritu. Es bastante posible que encontremos en el fondo de él un fariseo emboscado. Alguien estrictamente ortodoxo en su fe, que se siente justo ante Dios, cumplidor de las normas morales, de los preceptos de culto, y que por tanto da muchas gracias a Dios por todo eso (pero se siente superior a otros, aunque no lo confiese...) Si somos así, hay que leer la parábola del fariseo y el publicano, combinada con la de los talentos. No somos mejores, simplemente, hemos recibido mucho más... ¿para qué? ¿qué se espera de nosotros?

Si nos identificamos con la mujer, las cosas cambian... a mejor. Si somos conscientes de nuestros pecados, de la enorme diferencia entre lo que hemos recibido y lo que respondemos, entre lo que se espera de nosotros y lo que realmente respondemos... podemos abrumarnos. Pero entonces la parábola nos entrega, radiante y tranquilizadora, la Buena Noticia: por más pecador que seas, tu Padre te quiere igual, o más quizá, porque le necesitas más.

Y aquí llegamos a uno de los núcleos esenciales de la Buena Noticia: el mensaje de Jesús es el que más tranquiliza y el que más compromete a la vez. Si la parábola de los talentos nos produce enorme inquietud, la del hijo pródigo nos devuelve la esperanza. Si la del hijo pródigo nos tranquiliza demasiado, la de los talentos nos recuerdo lo mucho que se espera de nosotros.

Con todo lo cual recordamos una lección esencial. No se puede sacar consecuencias de un solo texto (y menos si está descontextuado) del evangelio. El mensaje de Jesús está en el evangelio entero, y es leyéndolo así como recibimos la Buena Noticia entera.

 

José Enrique Galarreta

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