IGLESIA     

                             
                              

 

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Diez deseos para un cambio en la Iglesia

 

                           

UNO:

 

Por una Iglesia más respetuosa con cada una de las culturas donde el cristianismo se ha encarnado, una Iglesia que entienda la importancia de inculturar las celebraciones de la fe a través de la lengua, los símbolos y los gestos propios de cada una de ellas.

 

 

DOS:

 

Por una Iglesia promotora de un nuevo diálogo interconfesional e interreligioso, construido desde presupuestos de igualdad. Queremos una Iglesia que reconozca que es posible la salvación fuera de ella, porque el Reino de Dios es un concepto mucho más grande que la Iglesia misma, precisamente porque Dios es más grande que la propia Iglesia. Nuestra Iglesia, que no es, pues, depositaria exclusiva de la única verdad, deberá asumir este diálogo con esa humildad constructiva de la que tan pocas veces ha dado ejemplo.

 

De este modo, deberían darse pasos institucionales decididos para garantizar la reconciliación con los protestantes y los ortodoxos, que deberían ser recibidos en breve en la gran comunidad eclesial, reconociendo y respetando expresamente sus peculiaridades y su historia.

 

 

TRES:

 

Por una Iglesia más respetuosa con el trabajo científico, como medio del que Dios se vale para completar su creación y ponerla en las manos del hombre. Nuestra Iglesia debería promover un diálogo con la ciencia, bajo nuevos presupuestos de igualdad y de colaboración mutua, estableciendo como único límite del desarrollo científico la propia dignidad del hombre y proponiendo (no imponiendo) su propia reflexión ética al respecto. Es la calidad y la autoridad de los argumentos y no el peso de su poder institucional el que la Iglesia debe hacer sentir en este terreno. Y es la luz de su doctrina, y no el calor de sus condenas, la que debe abrirse paso en la conciencia de los hombres y mujeres de hoy.

 

Como creyentes, echamos de menos una actitud más agradecida hacia la actividad científica, que ha logrado mejorar muy significativamente el nivel de vida y de salud de los pueblos.

 

La nueva antropología, surgida de los avances técnicos e interpretativos de la biología, remite a una nueva concepción del hombre y de lo humano. Y esto obligará probablemente a redefinir conceptos y abrirá, sin duda, nuevas cuestiones éticas. La Iglesia no está llamada a negar la novedad, sino a reflexionar sobre estos nuevos retos y a actualizar, a la luz de estos nuevos paradigmas, el mensaje intemporal de salvación que contiene el Evangelio.

 

 

CUATRO:

 

Por una Iglesia más respetuosa con el medio ambiente, abanderada de la lucha por un planeta más habitable para todos. Actitudes insolidarias, derrochadoras e irresponsables en nuestro modo de utilizar los recursos del planeta, deberían considerarse expresamente desde la Iglesia como situaciones de pecado, es decir, contrarias al proyecto dignificador de Dios para con los hombres. Se debería exigir de los cristianos y de su Iglesia una actitud ética de compromiso no sólo con las futuras generaciones que han de habitar el planeta, sino con quienes lo habitan ya y sienten los efectos de un desarrollo devastador, un desarrollo cuya medida no es el hombre ni su dignidad como especie, sino el beneficio inmediato de unos cuantos.

 

 

CINCO:

 

Por una Iglesia más comprometida con los pobres, con los marginados, con los olvidados, con los que no tienen voz. La voz de Roma debería ser la conciencia solidaria de Europa y del mundo. El capítulo 25 del evangelista Mateo contiene un mensaje radicalmente revolucionario que no parece que hayamos sabido asumir en todo su compromiso: los pobres, los desplazados, los excluidos, los despreciados, las víctimas, los silenciados, los desprovistos de todo derecho, los despojados, los que son marginados de cualquier modo..., constituyen la imagen viva de Cristo ante nosotros. Son ellos, los crucificados del mundo y de la historia, los que actualizan la propia crucifixión de Cristo en la Jerusalén global de hoy. Y, por tanto, son ellos los que nos evangelizan con su vida y a los que debemos una atención preferente. De forma inequívoca, la Iglesia debe ponerse de parte del crucificado.

 

 

SEIS:

 

Por una Iglesia más respetuosa con la figura y el papel de la mujer, que tiene que empezar a ser incorporada a las estructuras eclesiales de responsabilidad y decisión, en plena igualdad con los hombres. Ya en su tiempo, Jesús de Nazaret rompe expresamente con numerosos preceptos religiosos de carácter misógino, dejando en evidencia que su mensaje liberador no admite ningún tipo de discriminación, y mucho menos de género. Fueron precisamente las mujeres los primeros testigos de la resurrección de Cristo en la primitiva comunidad de los apóstoles y la presencia femenina en el germen eclesial de Pentecostés resulta igualmente innegable. La misoginia eclesial es hoy un escándalo para el mundo y carece de cualquier justificación evangélica.

 

 

SIETE:

 

Por una Iglesia más respetuosa con la sexualidad humana, que ha sido torpemente considerada como pecaminosa y generadora de culpa. Los matrimonios cristianos pueden aportar mucho a esta nueva visión de la sexualidad, como medio humano de expresar libremente el afecto entre las personas, en un clima de responsabilidad y de respeto. Asumir plenamente esta nueva visión exige replantearse seriamente la cuestión del celibato sacerdotal y convertirla en una opción personal, libremente elegida, que podría coexistir, en sana lógica, con la posibilidad de ordenar a personas casadas. Exigiría igualmente replantearse de otro modo el empleo responsable de los medios anticonceptivos, que la ciencia pone a nuestra disposición. Y exigirá, por último, valorar los nuevos tipos de relación familiar que están surgiendo y, en lugar de negarlos condenatoriamente, ver el modo en que el amor de Cristo se materializa también en ellos, cuando se asumen con la misma responsabilidad y entrega que el amor nos exige a todos.

 

 

OCHO:

 

Por una Iglesia más respetuosa con la propia pluralidad eclesial, que constituye siempre una riqueza y un don, aunque a veces nos pueda resultar desconcertante. La autoridad de la Iglesia no reside en la uniformidad de criterio y pensamiento que puedan imponerse desde arriba, sino en la comunión y en la participación comprometida de todos los fieles en el mensaje de Cristo, reconociendo la diversidad de carismas como un patrimonio al servicio de la Iglesia. Por tanto, los pastores están obligados, no sólo a palpar el pulso del Espíritu en la intimidad de su corazón o en la colegialidad de sus decisiones, sino a buscarlo también en el sentir de la comunidad eclesial a la que sirven.

 

 

NUEVE:

 

Por una Iglesia que pudiera ser ejemplo de diálogo constructivo, alejada de la cerrazón y de actitudes integristas. No estaremos en condiciones de condenar con credibilidad ningún tipo de integrismo religioso si no  abandonamos nosotros mismos esas actitudes que, vistas en otros, nos resultan tan fáciles de detectar y condenar. Será preciso reconocer abiertamente que ha existido un verdadero terrorismo espiritual de la Iglesia católica, basado muchas veces en manejo psicológico del terror al infierno, en la exacerbación de la culpa y en la amenaza de condenas, excomuniones o silenciamientos ante el menor desvío de la ortodoxia.

 

 

DIEZ:

 

Por una Iglesia capaz de aportar al mundo desesperanzado de hoy un mensaje de esperanza: la esperanza que nos suscita un Dios que, sobre todo, es amor y es perdón, la esperanza en que el amor de Cristo nos resucita y nos salva. Será preciso, pues, abolir de modo expreso las actitudes catastrofistas y las soflamas condenatorias y ofrecer al mundo palabras y gestos sencillos, que sean capaces, en su transparente sencillez, de revelar a todos los hombres y mujeres el amor comprensivo del Padre, el rostro cercano de Cristo, y el aliento vivificador del Espíritu, cumpliendo así aquella misión a la que un día nuestra Iglesia fue invitada.

 

 

Juan V. Fernández de la Gala

 

(“El Ciervo” junio 2007)

 

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