EVANGELIOS Y COMENTARIOS     

                             
                              

 

                            

                                cristianos siglo veintiunoPágina PrincipalÍndice

 

  

      

      

Mc 10, 46-52

(pinchar cita para leer evangelio) 

   

Qué significa seguir a Jesús

 

 

A estas alturas del relato, el lector del evangelio de Marcos sabe ya que los discípulos “no comprenden” a Jesús; están tan ciegos que su modo de entender la vida es diametralmente opuesto al de su Maestro. Pues bien, en ese contexto, el autor presenta ahora, en la paradoja de un ciego, al prototipo del verdadero seguidor de Jesús, modelo del auténtico discípulo.

 

Se trata de un hombre que está “al borde del camino, pidiendo limosna”. La mendicidad era una práctica generalizada en Jerusalén y en Palestina. La mayoría de ciegos, sordos, leprosos… añadían, a su enfermedad, la condición de mendigos. El gran exegeta alemán J. Jeremias ha escrito que Jerusalén, en tiempos de Jesús, “era un centro de mendicidad”.

 

El ciego se halla al borde del camino, al margen de la vida. Ha perdido el ánimo de vivir y ha desistido. Representa a la persona sin esperanza y sin fuerza para seguir viviendo. A tantos hombres y mujeres que, por diferentes motivos, han perdido el gusto de vivir. A nosotros mismos –el evangelio lee nuestra propia vivencia-, en esas ocasiones en las que todo parece oscurecerse y queremos “apearnos” del tren de la vida.

 

Pues bien, también en esa situación –viene a decirnos el narrador- es posible acercarse a Jesús y puede realizarse el “milagro". Al ciego del relato le es suficiente escuchar el nombre de Jesús, para empezar a gritar.

 

El suyo es un grito en el que se dirige a Jesús con el título más elevado que podía salir de boca de un judío: “Hijo de David”, el esperado restaurador de la suerte del pueblo. Y, al mismo tiempo, le reclama compasión.

 

Ten compasión” significa decir: “Ponte en mi lugar”. No se trata de un sentimiento epidérmico que nace de cualquier tipo de superioridad, sino de una conmoción profunda que emerge en nosotros cuando somos capaces de meternos en la piel del otro, para ver y sentir las cosas como él mismo las ve y siente. Esta com-pasión –en griego, sym-patía- es la que, suscitando un amor eficaz, crea fraternidad, complicidad y comunión.

 

Probablemente, el narrador quiere decirnos que ésa debía haber sido también la petición que tendrían que haber hecho los discípulos para salir de su despiste y egocentrismo. Pero no salió, porque ellos ni siquiera eran conscientes de su ceguera. Y es que, hasta que no reconocemos la ceguera, no tenemos necesidad de “ver”; más aún, creemos estar en la actitud adecuada.  

   

Al sentirse llamado, el ciego suelta el manto –deja todo lo que tiene, según la fórmula de los relatos de vocación- y de un salto –con prontitud- se acerca a Jesús. El propio Marcos nos había dicho que discípulo es “el que está con Jesús” (3,14), en un “estar” que no es, solamente ni en primer lugar, geográfico.

 

Al llegar a Jesús, éste le pregunta –ironía del narrador- exactamente lo mismo que a los hijos del Zebedeo: “¿Qué quieres que haga por ti? / “¿Qué queréis que haga por vosotros?” (10,36). Pero la respuesta no puede ser más divergente. Aquéllos le piden ser los primeros; éste, sólo quiere ver.

 

Suele ocurrir así. Mientras estamos girando en torno al yo, no queremos realmente ver, sino sencillamente dar respuesta a sus ambiciones. No es sencillo ni frecuente que las personas quieran ver y crecer; lo que se busca, más bien, es quitar aquello que provoca malestar, porque lo que se pretende es sencillamente “estar bien”. El ego no quiere cambiar; por eso, en último término, tampoco quiere ver. Más aún, puede pensar que él “sabe bien” lo que hace.

 

Con este trasfondo, entendemos bien la exactitud de la respuesta de Jesús: “Anda, camina, tu fe te ha salvado”. Para ver, necesitamos ponernos en camino. Sólo en la medida en que nos dejamos tomar por el dinamismo de la Vida, descubriremos nuestra necesidad de ver y, con ella, se actualizará nuestra capacidad de hacerlo. Es cierto que quien “ve”, camina; pero no lo es menos que quien realmente está decidido a “caminar”, empieza a ver.

 

Y eso es justamente lo que le ocurre al hombre ciego: “recuperó la vista y le siguió por el camino”. Al caminar, al ponerse en marcha, empezó a ver… y le siguió. El término “seguir” se refiere directamente al discípulo. Y le sigue por el “camino”, que no es topográfico, sino vital: el camino de Jesús, del que ya el autor nos ha dicho repetidamente que se trata de un camino de amor entregado. Por eso decía al principio que, en este relato, Marcos ha querido ofrecer el modelo del verdadero discípulo, en contraste con la postura de los discípulos “oficiales” que ni entienden ni comparten el camino de Jesús.

 

Seguir a Jesús por el camino, hoy. “Seguimiento” no es una palabra que esté en sintonía con la sensibilidad de nuestro momento cultural. No sólo porque estamos “vacunados” frente a cualquier tipo de mimetismo, que suele desembocar en “borreguismo” o fanatismo, sino porque contrasta, demasiado frontalmente, con nuestro movimiento hacia la autonomía. Esto, sin embargo, no es óbice para que luego, en esta sociedad mediática, el auténtico gusto por la autonomía y la libertad interior brille por su ausencia -¡solemos ser tan hábilmente conducidos por la publicidad y los medios de comunicación!...-. Pero, a nivel teórico, el “seguimiento” no encuentra ecos favorables.

 

¿Cómo entender, pues, hoy el “seguimiento”? Si no queremos quedarnos en lo meramente superficial, “seguir a Jesús” implica una actitud profundamente humana y humanizadora. Porque, por una parte, significa que el “seguidor” se reconoce en lo que Jesús ha vivido y enseñado. Se es discípulo precisamente por ese motivo: porque uno se siente “sintonizar” en profundidad con la propuesta que él encarna. Lo cual explica que, así entendido, el seguimiento nazca justamente de la fidelidad a sí mismo.

 

“Seguir a Jesús” es equivalente a (y traducible como) “vivir lo que eres”. Lo contrario no es sino heteronomía infantilizante.

 

Sigo a Jesús porque me descubro, a nivel profundo, en “complicidad” con él. Porque puedo decir, parafraseando a F. Rosenzweig, que “el evangelio y mi corazón dicen la misma cosa”.  

 

Y, por otra parte, ¿en qué consiste ese “seguimiento”? No, prioritariamente, en el cumplimiento de unas normas, ni en la adhesión mental a unas creencias determinadas, sino en la vivencia de la unidad con Jesús y de los valores que constituyen el núcleo de aquella “complicidad” de la que hablaba.

 

Seguir a Jesús no es otra cosa que “pasar por la vida haciendo el bien”, en una actitud desegocentrada y servidora, construyendo la utopía que él nombraba como “reino de Dios”, y que no es otra cosa que la realización progresiva de una fraternidad reconciliada, sobre la base de una conciencia ampliada y unitaria, que nos permite reconocernos en la unidad sin-costuras con el Misterio que todo lo constituye y entreteje; Misterio, al que Jesús se refería como Abbá, Fuente y Corazón del reino que soñamos.   

 

  

 Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com